Hace cinco años, en Bruselas

22/03/2016

Joaquín Pérez Azaústre.

Hace cinco años empezamos una vida en Bruselas. Hoy recupero este texto, que escribí entonces: un retrato de su recibimiento de lluvia y alegría, con su fiesta de turbia pesadumbre. Hoy quiero recordarla, y enviar un abrazo a los amigos que dejamos allí.

Bruselas no es ciudad para una noche. Si uno va a Bruselas a pasar unas horas, y más aún si el asunto es funcionarial en el barrio europeo, se llevará una impresión de pueblo gris con humos de grandeza burocrática. En un lugar como Londres, la noche va directa al restaurante –el Skylon, antiguo People’s Palace, o cualquier Jamie Oliver- tras visitar la Tate Modern, aunque sólo sea para descubrir a Meredith Frampton, esa Emily Dickinson de la pintura británica moderna. En Londres, a priori, solamente unas horas lucen mucho; en Bruselas, en cambio, apenas nos darán para un paseo por la Grand Place, con su lujo barroco en las hojas doradas, y una buena copa de Leffe Blonde. Luego cruzaremos unas cuantas calles llenas de reclamos turísticos, con letras de neón anunciando restaurantes de comida turca y griega, y tras atisbar la noche mortecina del Boulevard Anspach pensaremos que lo hemos visto todo, si ya hemos visto a Magritte.

Sin embargo, a muy pocos metros de allí, nos aguarda el misterio: muy cerca de la Gran Place y de su escenario recargado de esculturas verticales bajo el cielo tupido, en el número 22 de Rue de la Violette, entramos en el Goupil le Fol, un antiguo burdel reconvertido en un maravilloso bar de tres pisos, distribuido en varias habitaciones forradas con sofás, sillones, mesas bajas y alfombras, las paredes cubiertas con portadas de discos de Jacques Brel y estanterías llenas de viejas ediciones de libros. Los discos LP de vinilo se ven distintos aquí, colgados, como puestos a secar en la luz macilenta, mullida en los cojines, en esos claroscuros de las copas que contienen sus híbridos de absenta. Encontramos la guarida de Edith Piaf en el tocadiscos tragamonedas, pero también, en un diván, la sombra de Verlaine el 10 de julio de 1873, tras disparar al joven Rimbaud -¿pero dejó de ser joven, Arthur, alguna vez?-, tras sentirse abandonado por él. No se me ocurre un lugar mejor para leer Rimbaud, el hijo, de Pierre Michon. Fue precisamente en las famosas Galerías Sain-Hubert, con sus tres pasajes neorrenacentistas y su maravillosa vidriera abovedada, con su luz cenital alta y serena, donde Paul Verlaine, desesperado, compró el revólver con el que luego disparó a Rimbaud. Antes comieron en la Maison des Brasseurs, en la Grand Place. Si queda algo de aquella atmósfera terrible, astracanada y dura, con la luz flagelada, tenue y parpadeante de las velas, con ese olor a pólvora en el aire, está aún en el Goupil le Fol.

Muy cerca, de allí, en la Rue de l’Amigo, llegamos al Hotel Amigo por indicación de Pere Gimferrer, y allí nos encontramos una carta dedicada íntegramente al dry martini. Es muy bueno el Vesper, con un sabor metálico y suave como los ojos verdes de Eva Green en Casino Royale, donde Ian Fleming, por boca de Bond, inventa esta variedad del cóctel. Pero después de uno, escapamos de allí: ¿quién quiere un dry martini en Bruselas, si en el mercado de Saint Gery, ahora reconvertido en bar de copas con exposiciones, es posible beber una Trappistes Rochefort 10? O vino blanco helado en el Hotel Metropole, en De Brouckère, uno de los lugares favoritos de Hergé, con su ambiente fin de siècle tan afín a Julien Gracq y El rey Cophetua. Dejamos atrás La Bourse, sus frites y los cafés modernistas. También locales de jazz: L’Archiduc, con su timbre en la puerta giratoria, la decoración art decó, su techo alto y su leyenda de bar de nazis durante la ocupación. Brindamos un segundo por Miles Davis y buscamos la foto de Audrey Hepburn, nacida en el barrio popular de Ixelles. Bruselas siempre esconde una sorpresa: casas con jardines interiores de enigma, callejones y bruma, adoquines parlantes y una identidad ciudadana curtida en la mezcla hospitalaria y abierta.

El Museo de Magritte es una literatura que sobrevuela toda la ciudad, con sus atardeceres envolventes. En el Café Kafka, en la Rue de Laeken, los ajedrecistas se mezclan con los poetas locales. Es un café literario sin la pesadez turística, frecuentado por Miguel Ángel Ortega Lucas y su libro de poemas La edad del mediodía. Junto al Principado de Asturias, para cenar, el Paca y Tola, con los mejores gin-tonics de manzana. Luego, en Matongé, el barrio africano, se representa a Albert Camus y Stefan Zweig en el XL Theatre. Y la plaza de Sainte-Catherine, con el Magic Mirrors, un escenario con carpa decimonónica en el que cualquier noche puede tocar Chris Garneau. Un circo modernista. La luz de Victor Horta. Olvídense de París: la fiesta está en Bruselas.

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