Porque vivimos

22/12/2016

Joaquín Pérez Azaústre.

Ves lo que ha ocurrido en Alemania y te preguntas si hay que cambiar de vida. Si debemos dejar de beber vino caliente en la calle, abrigadas las manos por ese vaho de especias respirado despacio, en el mercado de Sant Catherine, en Bruselas, o en París, o en cualquier ciudad de Europa. No me refiero tanto a nuestro probable miedo a lo distinto, reactivado ahora después del atentado de Berlín, sino a la manera en que podemos seguir asimilando nuestras propias costumbres, con su sesgo de muchedumbre amplia que se encuentra en la acera, que se agolpa en la plaza entre hombros que parecen amigos, y son desconocidos, en el aire de fiesta. Pienso, por ejemplo, en la noche del 31, escuchando las campanadas en la Puerta del Sol o en la Plaza de San Marcos, en Venecia, bajo el cielo de nieve y con champán rosado. Ahora mismo, todo esto es un riesgo potencial, porque el principal logro estructural del Estado Islámico es, precisamente, no necesitar estructura alguna: basta con que un chiflado, de biografía gris, con el talento, y también la moral, del tamaño de un guisante, decida que quiere convertirse en uno de los elegidos para el Paraíso y dormir, dentro de una semana, o quizá menos, con doscientas vírgenes. Sólo necesita pasarse dos o tres días en Internet, preparando su ataque, y lanzarse contra la primera concentración de gente que esté brindando la tarde del 24 de diciembre, o cualquier otra fecha, en cualquier ciudad, o en un pueblo pequeño: da lo mismo, porque poco después, casi a continuación, el ISIS reclamará el atentado, aunque no conociera, ni tuviera noticia, de la pobre existencia de ese desgraciado, ya inmolado, que puede ser un converso de última hora, un iluminado exprés que tocará su triste redención, tras una vida quizá mediocre, a través de la sangre.

Es la victoria de esta gente: lo inesperado de sus actuaciones, que rozan la espontaneidad, con un aire brutal de inmediatez, por esa relativa falta de planificación, comparada con otros ataques que se han vivido antes. No hace falta una estrategia, ni sortear sofisticadas redes de inteligencia: para coger un volante y atropellar peatones a lo largo de ochenta metros, no es necesaria una planificación extraordinaria, sino, únicamente, un dolo convencido de matar, una intención salvaje de exterminio. Contra esto vivimos hoy, en la vida menuda, de calle, de encuentro y desafío de la normalidad. Se pueden hacer, por supuesto que sí, análisis mucho más profundos, sobre nuestras erradas políticas internacionales, la masacre de Siria y la impotencia –pasividad, más bien- del mundo occidental, pero eso es geopolítica dibujada en la sien: de lo que hablo, ahora, es de la cerveza que te puedes estar bebiendo en un mercado navideño, mientras un tipo que quizá es de tu barrio, con el que te has cruzado alguna vez, convencido de que la divinidad ha escrito este día con su nombre, coge un cuchillo y te corta el cuello. Después se reivindica, en la red más mortífera, y más barata, del terrorismo moderno.

Mientras se buscan alternativas policiales, políticas, sociales y éticas, porque no se puede culpar del terrorismo, por supuesto, a sus principales víctimas –los refugiados, desplazados salvajemente por la guerra- el miedo es cambiar de vida, el miedo es quedarse en casa. No sé muy bien cómo se articulará esto, pero la calle es nuestra y lo seguirá siendo. No se trata de entonar un ingenuo canto de épica colectiva, sino de reivindicar, modestamente, nuestra necesidad de seguir habitando el mismo paisaje, a seguirlo gozando y a brindar, porque vivimos.

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