Patria

23/02/2017

Antonio de Oyarzábal, Exgobernador Civil de Guipuzcoa.

Llevo varios días inmerso en un libro cuya lectura me parece «de obligado cumplimiento»: “Patria», de Fernando Aramburu. Es una obra extensa, pero de lectura fácil, de capítulos cortos que van enlazando magistralmente diversas tramas conexas, escritas en un castellano de rabiosa actualidad para quienes somos familiares con, por ejemplo, ese fraseo a veces a medio rematar de nuestros congéneres vascos. Es un libro, en suma, que retrata una sociedad y un tiempo que, para quienes los hemos vivido de cerca, resulta de una precisión escalofriante.

No es ciertamente un libro ni amable ni complaciente. Es por contra duro, implacable, sin héroes ni personajes con algún atisbo de simpatía. Que deja cada noche un sabor de amargura y hasta de dolor por tanto odio sembrado en una tierra de la que nos sentimos oriundos. Es la vida de un pueblo aterrorizado, sin pulso, donde impera una cobardía generalizada capaz de destruir raíces de convivencia, amistades o relaciones familiares de años. Y sin embargo es un relato que «engancha», porque tiene en cada una de sus páginas la realidad de esos «años de plomo», del implacable terrorismo de ETA, del engaño a toda una juventud perdida, del vértigo ante un futuro donde se hundían tantas de nuestras esperanzas cifradas en libertades, derechos humanos y solidaridad.

¡Había tanto en juego para nuestras generaciones! Habíamos apostado tan fuerte por la democracia, por el respeto mutuo entre idearios diversos y diferentes, que los asesinatos casi diarios nos devolvían brutalmente a una imagen del País Vasco desgarrado hasta la médula por la mentira, por la desconfianza o por ese silencio que regía relaciones humanas antaño entrañables. ¡Qué difícil se nos hacía encontrar nuevas palabras de consuelo en esos entierros sin fin! Palabras que llevaran consuelo a tantas familias destrozadas, pero que sobre todo devolvieran esperanza a una sociedad golpeada a diario, desconcertada ante lo que parecía a veces una guerra perdida.

Y sin embargo la guerra se ha ganado, ETA ha sido derrotada sin paliativos, y múltiples rayos de esperanza marcan hoy el devenir diario de la región. No cabe olvidarlo. Ni siquiera ante ese desconocimiento generalizado que ya parece imperar entre una juventud que apenas se inmuta ante historias de ayer, por brutales que sean. Fue un episodio largo de años, un reto en toda regla que puso a todo una nación secular al borde de la derrota como modelo de convivencia. Fue el mayor peligro encarado por un régimen que intentaba superar los demonios cainitas de unas guerras, llamadas primero carlistas y luego simplemente civil. Fue un campo de batalla de líneas inexistentes, donde cualquier calle, cualquier esquina se volvía trinchera de muerte a traición, del tiro en la nuca o de la bomba-lapa en los bajos del automóvil familiar. Fue una guerra sin heroísmo, solo con ese honor y sentido del deber de unas Fuerzas de Seguridad del denostado Estado que mantenían enhiesta la esperanza de una victoria contra todo pronóstico. Y ganaron. Y ganamos.

 

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