El hipopótamo de San Salvador

28/02/2017

Joaquín Pérez Azaústre.

Claro que el mundo registra otras formas terribles y peores de violencia, pero al descubrir la historia de Gustavito, el hipopótamo que ha sido asesinado a golpes en el zoológico de San Salvador, se me descompone el dibujo de lo que sucede. He escogido bien el verbo: asesinado. ¿Cómo definir, si no, el final de este hipopótamo, la estrella del zoo de San Salvador, que vivía tranquilamente revolcado en su alberca y murió tras sufrir “hematomas y laceraciones en la cabeza y cuerpo” de las que no se ha podido recuperar? Según el relato del Gobierno, el animal falleció a causa de los tremendos golpes que recibió por un grupo de desconocidos que asaltaron el zoo, con “objetos contundentes y cortopunzantes” como piedras, hielos afilados y picahielos. Así se destroza a un animal de 1.500 kilos que está tranquilamente, en la contemplación del tiempo detenido sobre su inmensidad: asaltando el zoo en plena noche, clavándole los hierros en el lomo, la cabeza y el hocico, hasta desfondarlo de respiración y ahogarlo en su propia sangre. Cuando descubrieron el cuerpo, vivo todavía, el personal del zoológico cerró las instalaciones para tratar de reanimarlo, pero ya estaba agonizante y murió poco después, despertando la mayor ola de indignación que se recuerda en El Salvador, donde la violencia salvaje contra los humanos es una costumbre cotidiana.

A Gustavito lo llamó así la gente, tras una votación popular organizada por La Prensa Gráfica, después de la muerte del otro hipopótamo del zoológico, Alfredito, que vivió más de 28 años. Nada menos que 25.000 salvadoreños acudieron a dar la bienvenida al nuevo hipopótamo en 2004. Estos nombres pequeños, estos diminutivos con su gesto infantil, con la media sonrisa dibujada al leerlos, hacen todavía más incomprensible esta escena nocturna, un grupo de hombres –porque este salvajismo lo imagino, lo presiento en un grupo masculino- seguramente animados por el alcohol, con esos vapores enturbiando la vista, armados con barras de hierro, punzones, picahielos. Vamos a deslomar a ese animal, a cortarle la lengua, vamos a rajarle los costados. Vamos a reír mientras lo hacemos. Vamos a atravesarle la cabeza, el hocico y los ojos.

El Salvador es uno de los países más violentos del mundo. Precisamente por eso me sorprendo a mí mismo escribiendo no sobre los hombres y mujeres que son asesinados cada día en las calles briosas de peligro cortante de San Salvador, sino de este pobre hipopótamo, de su enormidad natural, embarrada y titánica en la alberca, mientras estos asesinos lo alanceaban, lo torturaban, sin saber para qué. El alcalde de San Salvador, Nayib Bukele, ha dicho que “Lo que le hicieron a Gustavito, habla menos del pésimo zoológico que tenemos y más de lo enferma de violencia que está nuestra sociedad”, y es verdad. Esta estampa siniestra no cabe en la retina, no tiene solución cuando se lacera a un inocente, a una niña, un niño, a un animal. No es solamente el afán de destrucción, sino la metáfora visual de la crueldad sin razón, de una maldad pura que sigue ahí dentro, en el mismo barro, y nos mira a los ojos.

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