Regreso al Café Comercial

30/03/2017

Joaquín Pérez Azaústre.

Empujabas la puerta del Café Comercial y entrabas en el humo de otra vida, en una calidad de sorbos escanciados en la fiebre de mármol de las mesas. A través de las amplias cristaleras, uno se sentaba en un rincón y era fácil decir: aquí está mi sitio, éste es mi alimento. Abrías el libro, pedías un café o una cerveza, y las horas ganaban una corporeidad vertida adentro, una especie de sobria infinitud que te hacía levantar alguna vez la vista de las páginas para mirar más lejos, más allá de las mesas o de las chaquetas blancas de los camareros, más allá del olor a chocolate con churros, más allá del bullicio de periodistas jóvenes en busca de su primera oportunidad para conquistar Madrid. Porque en el Café Comercial no estabas solo: estaba allí, contigo, Valle-Inclán, como estaba Galdós, sentado al fondo, reescribiendo cuartillas sobre nuestro espejo infinito de garrotazo en la mesa y temblor de gaznate, en esa desolación de atardecer crepitante. La noche en que llegué al Café Comercial, en noviembre de 1998, aún no vivía en Madrid: había sido acogido por un amigo mayor, que estaba en segundo de periodismo. Vimos representada Luces de bohemia en el Círculo de Bellas Artes, un montaje fabuloso de José Tamayo, y llegamos al Comercial, ebrios de Max Estrella, Alejandro Sawa, Rubén Darío y Don Latino de Híspalis, cráneos privilegiados al encuentro nocturno del poema. Al sentarme en una de sus mesas, pensé: el escenario se ha venido con nosotros, esto es el teatro, y ahora sólo queda pedirnos una copa y escribir, nosotros, el resto de la obra.

Cuando hace pocas noches volví a entrar en el Café Comercial, poco antes de su reapertura, volví a sentir lo mismo. Yo era veinte años más viejo que aquel muchacho que llegó una vez y decidió, ya viviendo en Madrid, que se pasaría allí las mañanas escribiendo, y comprobé que el tiempo ha hecho mucha más mella en mí que en aquel escenario: porque allí estaba, otra vez, rutilante de vida, con su brillo y hondura, con la misma certeza de eternidad dormida en esa barra dura, de piedra gris, la vieja amplitud ancha del Café Comercial, sus espejos durmientes, sus vitrinas al mar de granito en Bilbao, junto al quiosco de prensa. Allí estaba, otra vez, Paco Umbral sentado al fondo de la sala, y el poeta Rafael Soler sentado en mi sitio preferido, escribiendo que hay maneras de volver que constituyen toda una poética vital. Allí estábamos todos, viviendo un nuevo acto y protegidos por un lugar sin tiempo, que ahora ha regresado con más fuerza, con el vigor intacto de una restauración que no sólo respeta, sino que potencia esa esencia ancestral, latente todavía, que nos lleva de nuevo hasta 1.887, que nos hace sentir la pérdida de Cuba y también la ganancia de las horas perdidas, con su nueva belleza. Renovarse o morir, no: renovarse y vivir, para nacer de nuevo con más brío, es lo que ha hecho este nuevo, y antiguo a la vez, Café Comercial, a través de sus juegos nebulosos de luz, en la lenta penumbra de un deslumbramiento que nos sigue salvando, que nos hace creer en un presente capaz de rescatar las páginas del pasado.

Pero el pasado tampoco se puede mitificar: en el Comercial, antes, no se comía bien. Ahora, en cambio, se come extraordinariamente, en un espacio de singular belleza. Se ha convertido en mucho más que un café: es un generador de vida en Malasaña. Es un viaje en el tiempo, un espacio de ensueño que permite, en la planta de arriba, aparecer en un restorán de Montmartre, como si Paul Verlaine se hubiera convertido en un atleta del amanecer, con su nuevo fulgor. Si no habéis ido aún, estáis tardando: en esa barra mítica, bebiéndote el mejor gin-tonic de la noche, vivir es un asunto personal.

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