El grito más ahogado de la tierra

06/05/2017

Joaquín Pérez Azaústre.

Hay una sordera que se impone al silencio, que abunda en un abismo de aristas invisibles. Hay un mutismo que nos corta el cuello, que nos raja por dentro, que nos convierte en víctimas solamente al leer el daño producido. Cuando pienso en los niños sordos que la monja Kumiko Kosaka suministró durante años a los sacerdotes del Instituto Provolo de Mendoza, en Argentina, creo el chaleco antibalas con que la policía la cubrió al detenerla podría tener un mejor destino. En la escalofriante crónica de Federico Rivas Molina en El País, se cuenta cómo Kumico llegó al colegio hace diez años, en 2007, y que durante seis fue “el demonio con cara de mujer”, como la llamó uno de los abogados de las víctimas, que suministró carnaza a estos sacerdotes. “Soy una persona buena que he entregado mi vida a Dios”, dice Kosaka Kumiko, esposada y cubierta con su hábito y el chaleco antibalas. No se me ocurre maldad mayor que seleccionar, entre aquellos niños que tienes el deber de cuidar, aquellos con un carácter más tranquilo, para convertirlos en pozo de tortura sexual de los depredadores que se fortifican en su posición de privilegio, de inocencia dormida, para convertirla en hierro candente en los cuerpos, para abrasarlos vivos y descomponerlos dentro de su silencio.

Así, según la crónica de Rivas Molina, fue en marzo cuando una adolescente reveló que, con sólo cinco años, la monja Kumiko le aplicó un pañal para ocultar la hemorragia que sufría por la violación indiscriminada de un grupo de sacerdotes. Con cinco años. Todo comenzó con la llegada de Nicolás Corradi, de 82 años, unido a Horacio Corbacho, de 56, con la monja Kumiko convertida en facilitadora: el horror para niños de 10 y 12 años obligados a practicarles sexo oral. Niños sordos. Niños que no escuchaban ni su propio lamento, golpeados y violados. Y todo el andamiaje del terror orquestado por Corradi, que había sido destinado a Mendoza desde el Instituto Provolo de Verona, donde pesaban sobre él varias denuncias por abusos sexuales. Pero según parece, la Iglesia no sólo no lo expulsó de su seno, sino que sencillamente lo cambió de lugar, para que el infierno desatado por él se pudiera ampliar en Argentina.

Según se ha denunciado, la monja Kumiko, miembro de la congregación Nuestra Señora del Huerto, golpeaba a los chicos y los humillaba insistentemente para ver quiénes eran los más débiles. Los que se rebelaban eran apartados, por considerarlos peligrosos para el secreto de sus prácticas; pero los más sumisos eran seleccionados.

“Soy inocente, no sabía de los abusos”, le ha dicho ahora el juez, después de haber permanecido un mes en busca y captura. En fin, una basura de gente: los ejecutores y los colaboradores necesarios, que hicieron posible el crimen. Demasiados ya dentro de la Iglesia, como para ignorar que el voto de castidad es una eficaz fábrica de violadores. Estos niños sordos, mudos en su silencio. Un silencio opaco, atronador.

Pienso en estos niños, abandonados o huérfanos, pienso en las manos que debieron ser piadosas, quererlos y abrazarlos, abrigarlos, darles su biografía, un relato futuro. Pero los han marcado de por vida, igual que a tantos otros cuyo horror jamás conoceremos. Si no protegemos a nuestros niños –que no son los de aquí, los más cercanos, sino todos, absolutamente todos los niños de este mundo-, esta vida nuestra no merece la pena. Si esta basura no sufre lo indecible por su crimen, todo este dolor seguirá siendo infinito, el grito más ahogado de la tierra.

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