Francia: la gran ilusión

13/05/2017

Gonzalo Velasco.

Horas después de la victoria de Emmanuel Macron en las elecciones presidenciales francesas del pasado domingo, los diarios españoles se poblaron de titulares de esperanza, alivio y alborozo. El mensaje esencial con el que podría resumirse la mayoría de ellos es el siguiente: Francia elige Europa, Francia elige liberalismo y frena el populismo. Lo que titulares como estos en realidad celebran es que detrás de la elección del pueblo francés habría por fin una conciencia y una voluntad política correctas, tras un periodo en el que las distintas concurrencias electorales habrían evidenciado desviaciones peligrosas.

Sin ánimo de aguarle la fiesta a nadie, creo necesario preguntarse si la elección de Macron ha sido verdaderamente el resultado de una determinación bien motivada, basada en un europeísmo sincero y en una apuesta decidida por el socio liberalismo que el nuevo Presidente quiere implementar. Considero que hay varios factores que justifican esta duda.

En primer lugar, algunas de las medidas legislativas peor valoradas del quinquenio presidencial de François Hollande son las que llevaron la firma de Macron como Ministro de Economía. Es el caso de la ley de Crecimiento y Actividad, una clásica ley de liberalización de las profesiones y de la actividad comercial con la que Macron certificó el giro que se le presuponía como sucesor del izquierdista Arnaud Montebourg. Impuesto al primer ministro Manuel Valls por parte de François Hollande, ambos han rivalizado por la expectativa de la sucesión, con el desenlace que hoy ya conocemos. Tanto esa ley como la voluntad de abolir la jornada de 35 horas sirvieron para minar a nivel interno la credibilidad de Hollande como baluarte europeo de la socialdemocracia. Apreciado por la patronal y muy criticado por los sindicatos, Macron se bajó del barco que había contribuido a hundir en 2016 para ocupar el espacio discursivo del “cambio” frente a la inoperancia del sistema.

El segundo factor de escepticismo aludiría al supuesto fervor europeísta del pueblo francés. Baste recordar dos datos históricos: en 1992 Francia ratificó el Tratado de Maastrich en un referéndum en el que el “sí” ganó con tan solo un 51% de los apoyos, mientras que en 2005 un 55% de los franceses votó en contra del Tratado por el que establecía una Constitución para Europa. Huelga decir que ambos hitos son previos a la crisis económica global, por cuya gestión las principales instituciones de la Unión padecen una crisis de credibilidad sin precedentes. Cuesta pensar que, en el actual contexto histórico, un pueblo culturalmente proteccionista y con una concepción casi sacral de las administraciones se haya convertido a una política económica europea caracterizada por la flexibilización laboral y la liberalización de los mercados.

La sospecha sobre la verdadera motivación de los franceses, por tanto, parece justificada. El sistema electoral de doble vuelta garantiza, como ha sido el caso, la prevalencia de la unión republicana sobre el potencial ascenso de candidaturas que amenacen la defensa de la igualdad, la libertad y la fraternidad. Pero que esto sea efectivo, no debe llevar a ignorar sus efectos: el freno de Marine Le Pen ha debido significar para muchos franceses una represión de su actitud crítica con la UE, o de su defensa de un Estado construido sobre los cimientos del empleo público. Y la represión de los propios motivos y razones, como todos sabemos, no es algo que siente especialmente bien.

Entre los análisis de los últimos días, ha tenido un pertinente éxito el enfoque del geógrafo Christophe Guilluy, quien sostiene la existencia de una división estructural entre una burguesía metropolitana que coparía los nuevos puestos de trabajo creados por el capitalismo de las finanzas y la comunicación, y una periferia (el sector servicio, los obreros, el campo y las ciudades de provincia) ocupada en las profesiones y sectores en decadencia. Los primeros serían los responsables de un discurso que celebra la sociedad abierta y globalizada cuyo reparto de la riqueza perjudicaría a los segundos. En todo sistema moral, “abierto” es moralmente superior a “cerrado”, esto es indiscutible. Pero si la periferia critica la “sociedad abierta”, no se debe su espíritu xenófobo o conservador, sino a la lógica defensa de una dignidad socioeconómica en peligro.

El socioliberalismo de Macron (una suerte de tercera vía “bis”) parece proponer una liberalización en lo macroeconómico, incluyendo la política laboral, combinado con una atención a las cuestiones sociales. Afectaría, por tanto, a esa amplia periferia de la que habla Guilluy, así como a buena parte del empleo público. Siendo esto así, ¿de verdad podemos seguir defendiendo que Francia ha optado por un europeísmo liberal? Llevando la situación al absurdo, ¿de verdad podemos defender que Francia haya elegido a Macron?
El optimismo español y europeo tiene algo de performativo: más que describir lo que ha pasado, trata de producir un efecto. Muchos desearían que se produjesen resultado electorales análogos en otros países, empezando por España. Pero ese ánimo celebratorio puede resultar negligente con el diagnóstico que hoy es más necesario: por paradójico que parezca, aunque Macron haya ganado, no hay nada que invite a pensar que no se den las condiciones para que el apoyo a la política proteccionista y de cercanía de Le Pen siga creciendo.

En conclusión, parece que el titular más adecuado para el resultado electoral tendría que ser algo así como “Francia se resigna a Macron”, o “Francia se conforma con Europa”. El “efecto Macron” se intensificará en un futuro próximo debido al aura carismática que se construirá a su alrededor. Europa se inclinará con reverencia ante este nuevo Kennedy europeo, cuya biografía contribuye en todo a la creación de un halo de Elegido, a la espera de que otros jóvenes líderes como Matteo Renzi blanqueen las contradicciones internas de sus países. Mal haremos los europeos en confundir lo que aún está en grado de expectativa con un diagnóstico preciso de nuestras heridas.

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