La brutalidad

24/05/2017

Joaquín Pérez Azaústre.

Esto que vivimos es la brutalidad. Ya sé que siempre ha habido sucesos, crímenes y muertes, navajazos, reyertas, y que El Caso se nutría de ellos, porque casi todo el mundo ha albergado, alguna vez, una agresividad incontenible, que al final se contiene. Y ¿por qué se contiene? Básicamente por la educación, convertida en una escuela ética. Por la cultura que nos abre todas las ventanas hacia una realidad de civismo en la expresión artística, la pintura y la música, que nos hace pensar que somos hombres y mujeres que no sólo tenemos los puños para entendernos, o para destrozarnos. Gran parte de la literatura –pienso en Rousseau, pienso en Thoreau, pero también en Tolstoi y Dostoievski-, nos abre al derecho, como una poesía del espíritu. Por lo que vivimos, por lo que morimos, por lo que compartimos, por lo que convivimos. La cultura está cerca, como una disciplina plena de la emoción natural de vivir. Quizá el asunto venga por ahí: lo que se está perdiendo, lo que se está quemando, lo que ya no tenemos, como un colectivo turbio que ha dilapidado su propia identidad.

Leo que un hombre de 81 años –un anciano, por mucho que nos empeñemos en llamar juventud a lo que no lo es, retardándola hasta límites que rozan el esperpento, como si lo joven, en sí, fuera algo bueno por sí mismo-, un anciano, entonces, ha muerto en Torrejón de Ardoz de un puñetazo. ¿La razón? Una discusión de tráfico. Una maldita discusión de tráfico. Un minuto, menos. Tres frases lanzadas al aire duro del mediodía. A las 12 y cuarto de ayer Ramón cruzaba un paso de peatones en la avenida de los Fresnos con su bastón y su periódico. Un coche le pasó por delante y casi lo arrolló, y el hombre le afeó al conductor que no hubiera frenado en el paso de peatones. En el coche había un muchacho de 18 años y una mujer, su madre al parecer. El muchacho, el hombre, se bajó. Intercambiaron algunas frases, imagino que poco amables, y el chico, el hombre, de 18 años, le arreó un puñetazo al viejo de 81, que se cayó de bruces y se dio contra el suelo en la cabeza. Como no se movía, varios testigos –tampoco les dio tiempo a nada más- llamaron al 112. Cuando llegó la UVI móvil del Servicio de Urgencias Médicas de la Comunidad de Madrid, el hombre no respiraba. Durante media hora intentaron reanimarlo, pero lo único que pudieron hacer fue certificar su muerte.

El chico, el hombre, el muchacho de 18 años, salió huyendo, pero luego se entregó, a las 17:00, en la comisaría de Torrejón. Más allá de la acusación por homicidio y los posibles atenuantes que se puedan alegar por parte de su defensa, más allá del acaloramiento, más allá del aire ardiente que de pronto te sube en los pulmones si la boca se enciende, joder, es que era un viejo. Alguien venerable. Un hombre que se merecía un respeto. Escribo de esto porque me han parecido muy simbólicas las edades de los dos protagonistas: un hombre en la recta ya final de su vida, cortada estúpidamente, y otro hombre que está comenzando a vivir. Me pregunto qué convivencia estamos construyendo, que aire viciado, qué respiración saturada de un putrefacto vacío. Los viejos, que ya sólo aparecen en los anuncios de planes de pensiones y dentaduras postizas. Los viejos, admirados y respetados en muchas culturas, como antes aquí, y hoy defenestrados. Qué pasó por la cabeza del muchacho, qué fiebre traía con él. Vida y muerte desperdiciadas.

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