Un padre ejemplar

14/07/2017

Joaquín Pérez Azaústre.

En el mundo de hoy, se sobrevalora la paternidad. Con uno de los índices de natalidad más bajos de los años recientes, tenemos pocos hijos y los tenemos tarde. Esto es así, y las razones son bien conocidas: con el desempleo en su sima durante los últimos lustros y la precariedad de los trabajos, cualquiera se lanzaba a la aventura. Luego, si las condiciones generales mejoraban, el propio cuerpo a veces, en hombres y mujeres, ya no estaba a la altura de sus necesidades y la cosa tardaba, o no llegaba. Por eso se sobrevalora la paternidad, como la maternidad: porque es un bien escaso, y queremos tocarlo. Pero se sobrevalora, también, porque ser padre no tiene ningún valor, es más: cualquier indeseable puede serlo. Sólo tiene que estar en el momento y la ocasión oportuna. Ya está. No tiene ningún mérito. De hecho, el ser más repugnante de la tierra también puede ser padre y nadie le pedirá explicaciones por su paternidad. Pero para adoptar, sin embargo, la cosa es bien distinta: unos amigos me contaron que los inspectores de su comunidad autónoma, después de comprobar las rentas anuales del matrimonio, habían ido a su casa para medir las habitaciones, y hasta el cuarto de baño, no fuera a tener que manejarse, el futuro hijo o hija, en un baño pequeño: porque, como todo el mundo sabe, el número de metros cuadrados del retrete garantiza la felicidad.

Pienso en todo esto cuando leo que la sección tercera de la Audiencia Provincial de Jaén acaba de condenar a un padre de 25 años a doce años de cárcel y quince años de alejamiento de su hijo, además de retirarle la custodia, por  bañarlo en agua hirviendo. El niño, de sólo cinco meses, se había quedado con su padre, de visita en casa de su hermana, cuando ésta y su mujer habían salido a la calle. Entonces este padre, al que nadie ha medido el número de metros de su cuarto de baño, según la sentencia, “Una vez llenado de agua hirviendo a altísima temperatura un recipiente” lo volcó sobre su hijo, rociándole los glúteos, genitales, la cara anterolateral del tronco, los muslos y las piernas”. El niño comenzó a llorar, casi podemos oírlo; pero, para la sentencia, su padre lo mantuvo en el agua, hasta que lo sacó y comenzó a secarlo con un trapo, arrancándole la piel. Ésta es la abominación que encontraron, al regresar, la pareja y la hermana de este padre de 25 años, condenado a 12 años de cárcel por un delito de lesiones por deformidad, con las agravantes de parentesco y alevosía, con la prohibición de acercarse a su hijo a menos de 500 metros durante 15 años, más allá de la pena de prisión, sin patria potestad y con la obligación de pagarle una indemnización de 180.000 euros.

No hay nada más hermoso que esa confianza en el cuerpo menudo, antes de entrar al baño, esa fiesta en el agua. Esa confianza y esa indefensión. No voy a reproducir aquí lo que pienso del tipo, que es padre, a fin de cuentas, porque hasta la mayor escoria puede serlo. Pero cuidado: si quieres adoptar, el nivel de exigencia se dispara. Y no hace falta tanto: sólo querer cuidarlos, sólo querer amarlos. Esta historia terrible pone de manifiesto la loca red de contradicciones que alentamos, esa maraña administrativa y burocrática que se deja la humanidad fuera de nuestro hábito. No quiero ni pensar en el futuro que espera a este bebé de sólo cinco meses, y cómo escuchará, un día, la historia de su vida.

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