‘Incendios’: Tragedia postmoderna

15/09/2017

Luis M. del Amo. El madrileño Teatro de la Abadía retoma el montaje de este referente teatral contemporáneo.

No cabe exigir redondez a Incendios, la obra de Wajdi Mouawad que ahora vuelve al madrileño Teatro de la Abadía. Y aun así, a pesar de sus defectos, la obra del libanés, emigrado a Canadá, ha tomado posición como uno de los referentes de la escritura teatral contemporánea. Y no es para menos, una vez vista la representación que, hasta el 8 de octubre, sirve en Madrid el director Mario Gas, y la legendaria actriz Nuria Espert, gracias a los buenos oficios de Pilar de Yzaguirre, la activa productora, pendiente siempre de la producción internacional.

Y decíamos que Incendios se ha convertido ya en referente, gracias a su particular adaptación del modelo trágico a nuestra contemporaneidad. Veamos cómo. La representación parte de una indagación por parte los descendientes de una mujer árabe de sus orígenes. Y se vale para ello de dos recursos principales. Por un lado, de la representación simultánea de espacios y tiempos, servida con gran habilidad. Y por otro de la referencia estética al horror, que consagrara hace décadas Adorno (ya saben: después de Auschwitz no pueden escribirse poemas), y que el libanés traslada para la ocasión a Oriente Medio, en cuyos desastres ligados a la guerra los dos hermanos se verán obligados a bucear.

Con este postulado estético, y con una vibrante puesta en escena, con claros referentes cinematográficos, la obra viaja del pasado al presente, de Oriente a Occidente, y de generación en generación, ayudada por una veintena de personajes, interpretados por ocho actores.

Tragedia postmoderna

Hay que detenerse en este punto para alabar el trabajo de Mario Gas, y su depurada puesta en escena, despojada de lo accesorio, y apoyada en algunas proyecciones, y en un espacio central en cuyas tres partes se simultanean, ya se dijo, diferentes espacios y tiempos, con una sencillez aparente, digna de elogio.

En este escenario dividido, esta tragedia posmoderna revive una notaría, una cárcel, una lejana aldea oriental, un emocionante cementerio. Una multitud de lugares y tiempos donde los personajes buscan una verdad, trágica como la de Edipo. Y en cuya construcción no duda el autor en traspasar algunos límites. Como el de la verosimilitud, como en algunas confesiones, sorprendentes e inmotivadas. O el de la unidad estética, como en la irrupción de algunos recursos sonrojantes, como la nariz de payaso. O con el recurso a un encendido lirismo, que no siempre está a la altura de sus pretensiones.

Y sin embargo, la obra – a la que no se le puede exigir perfección, decíamos; no en vano bucea a pulmón en una poza inexplorada – emociona, conmueve y, sobre todo, ofrece al espectador la rara sensación de estar presenciando algo completamente nuevo. De ahí su desconcierto, cabe decir. Como en la asunción del humor inicial, delicioso y sorprendente, diría yo, pero que permanece indetectado por una mayoría, según se pudo ver en la representación del miércoles pasado. O en cierta incomodidad o falta de plenitud en la recepción de la obra. Que no impide sin embargo que se llegue al final a algo parecido a una catarsis.

Grandes interpretaciones

Llegados a este punto, hay que hablar de los actores. Y en este caso no quiero dejar pasar un minuto sin elogiar y caer rendido a los pies de José Luis Alcobendas. Un actor que en esta función, cabe decir, lo hace todo bien. Borda el notario. Borda el viejo árabe. Tiene humor, ritmo, dominio de la palabra. Y una presencia graciosa y camaleónica (bestial en medio del desierto con un tintinesco pañuelo anudado a la cabeza). Y eso que este intérprete, sustituto de Ramón Barea, ha tenido apenas un mes para preparar su papel. Un portento, ya digo.

Tampoco quiero dejar pasar la labor de Germán Torres, dando vida al monstruo. En sus manos reposa buena parte de la eficacia de la obra. Y sale bien parado de ello. El actor canta con convicción y sostiene, tocado con la famosa nariz, un monólogo fundamental en el cual el monstruo justifica su condición diabólica, como mero lenitivo del tedio. Un giro impresionante y que da buena parte de su valor a la obra, diría yo.

Sobre la actuación de Nuria Espert baste decir que su monólogo ante el tribunal compendia buena parte de la fascinación que es capaz de ejercer el teatro sobre el espectador. Dueña de la palabra, y desnudada de cualquier subrayado, la actriz cincela cada frase con economía de efectos, y logra uno de los mejores momentos de la función.

En cuanto a los demás intérpretes hay que destacar la labor de todos ellos, desde Carlos Martos (Simón), Candela Serrat (Jeanne), Alberto Iglesias (El conserje, y otros), hasta Lucía Barrado (una estupenda Sawda). Con una mención especial para Laia Marull, una actriz muy emocional, cuya predisposición a poner siempre toda la carne en el asador, le resta sin embargo matices y posibilidades.

Una tragedia, en suma, para un tiempo sin relato.

Muy recomendable.

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