Os salvaré la vida

20/09/2017

Joaquín Pérez Azaústre.

Os salvaré la vida, dice Melchor Rodríguez desde la eternidad. No lo hace solo, sino acompañado de dos hombres, con dos generaciones y también dos pulsos distintos de vida y escritura: su bisnieto, Rubén Buren, portador de su historia familiar, y Joaquín Leguina, dueño de un paisaje vivencial, con su textura histórica en el trazo, que sabe contemplar los escenarios sin sus polaridades, con sus sombras grisáceas, de militante encendido por esa llama blanca del antisectarismo. Son los autores de Os salvaré la vida, la estupenda novela sobre Melchor Rodríguez. Terminada la Guerra Civil, ante el tribunal franquista que iba a condenarlo a la pena de muerte en una sentencia ya prefigurada antes de la instrucción, cuando el juez preguntó si alguien tenía algo que decir, se escuchó una voz al fondo de la sala: “Soy Agustín Muñoz Grandes, general del Ejército español y exsecretario general de la Falange Española Tradicionalista y de las JONS. Sólo vengo a agradecer a este hombre el haberme salvado la vida, poniendo en juego la suya, cuando tuve la desgracia de caer preso. He venido a defender la verdad. Aquí traigo varios pliegos con más de dos mil firmas que avalan la figura de Melchor Rodríguez, y si eso no es suficiente, puedo conseguir dos mil más, y si ésas no fueran suficientes, podría conseguir otras dos mil”. El momento, claro, es el Madrid de 1940 que ya noveló Umbral, en la continuación de esa novela suya portentosa que es Leyenda del césar visionario, sobre Francisco Franco en Burgos merendando un chocolate caliente sobre la mesa camilla, mientras firmaba sentencias de muerte, con las yemas pequeñas manchadas por los churros. Pues bien: mientras, en Madrid, el anarquista Melchor Rodríguez, el último alcalde republicano de la ciudad, se dedicaba a rescatar a la gente de las cunetas, de los paredones, de las checas, de la propia calle, buscándoles planes de evacuación y protegiéndolos, mientras llegaban las ropas franquistas, entre la vigilancia estrecha y paranoica de los pistoleros comunistas de la retaguardia, más preocupados de fusilar a compañeros del POUM o al propio Melchor Rodríguez, sospechoso de quintacolumnista por defender la vida de los prisioneros en el Madrid republicano, que de luchar en el frente, mientras languidecían las últimas barricadas.

Tenemos dos momentos paralelos: uno, el del juicio, frente a la condena a muerte que luego se transformó en un peregrinaje por cárceles y vida, y también su muerte, en 1972. En su entierro se encontraron muchos falangistas, a los que había salvado la vida, y también anarquistas, que llevaban ya 33 años de penuria y no tanto de posguerra, como de Victoria. Pues bien: en su entierro se cantó A las barricadas, ante el silencio respetuoso de los falangistas, mientras su ataúd era cubierto con la bandera anarquista. Estos dos hechos resumen o simbolizan la épica de Melchor Rodríguez, esa verdadera bonhomía que entendía más de humanidad que de diferencias ideológicas.

En la primera parte de la novela hay un escenario protagónico: el palacio de los duques de Viana, en Madrid, donde se van refugiando los perseguidos en la capital republicana que esperan la llegada de las tropas franquistas, de los suyos, para sobrevivir, y a los que Melchor Rodríguez protege, a veces con riesgo de su propia vida. Parte crucial de la novela, expuesta con brillantez teatral de escenario vibrante que cobra fuerza y luz, que nos va conduciendo por las estancias del palacio, con esas habitaciones de miedo y resistencia, de un temblor abisal de hombres y mujeres reducidos a la incertidumbre. Luego, el fin de la guerra, la entrega de Madrid y el resto de la vida, con esa peripecia familiar que es probablemente la carga de Rubén Buren, bisnieto de Melchor Rodríguez, que en unión con Joaquín Leguina, novelista con títulos plenos de narrativa directa y sensual en los cuerpos y formas –pienso en La tierra más extraña, Tu nombre envenena mis sueños o La luz crepuscular-, ha dado corporeidad a los personajes, dotándolos de nervio y decisión, de viveza y también de temor propios.

Escribió Melchor: “Se puede morir por las ideas, pero nunca matar por ellas”. La novela se bebe con sus sorbos amargos. Era necesaria esta aproximación a un personaje cuyo conocimiento, su mera existencia, nos hace ser mejores de lo que habíamos creído. Galería total de personajes como salidos de Historia de una escalera en el Madrid cañí de Lavapiés, Os salvaré la vida es un doliente y bello homenaje no sólo a la figura de apóstol redentor y cívico de Melchor Rodríguez, sino a todas las gentes que acabaron muertas tras la guerra, encarceladas, entumecidas, machacadas quizá pero todavía vivientes, con un puesto callejero a la salida del metro de Tirso de Molina, donde un niño escuchaba la historia de su vida y de la nuestra.

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