Un siglo de catalanismo cooperativo

03/10/2017

Luis Díez.

Ahora que el independentismo catalán ha celebrado su 1-O en las urnas chinas y hocicado contra el resistente Rajoy Brey (un registrador al fin y al cabo) y su vigoroso apéndice de apoyo, Albert Rivera, partidario de suspender ya la autonomía catalana y dejar sin sueldo al gobierno de Puigdemont y al Parlament, con el correspondiente beneficio para la economía productiva, parece conveniente evocar el centenario del catalanismo cooperativo con el resto de España que se celebra estos días. En efecto, al morir Enric Prat de la Riba en 1917 se convirtió Francesc Cambó en el principal líder de la Lliga Regionalista Catalana y, poco después, el 22 de marzo de 1918, fue nombrado ministro de Fomento por Antonio Maura. Pasó el catalanismo, de la noche a la mañana, de la independencia al gobierno del Estado para regocijo de los que siendo catalanes no profesaban el ideario independentista y dolor de quienes por ser nacionalistas nada querían saber del resto de España.

«Del separatismo al gobierno» tituló una amena crónica Adolfo Marsillach y Costa en El Liberal del 12 de noviembre de 1917. El abuelo del dramaturgo, actor y director teatral homónimo, había fungido en el anticlerical El Diluvio y en La Publicidad de Barcelona antes de pasar al rotativo de la madrileña calle del Marqués de Cubas, y conocía bastante bien la entraña política de sus paisanos, hasta el punto de anticipar con lucidez esa habilidad (y doble juego) que, con distintos altibajos y cambios de régimen, ha mantenido el catalanismo con buen provecho durante un siglo.

Describía Marsillach el separatismo catalan como algo hosco, intratable, estridente, hermético, misógeno, ridículo en su concha, sin más horizontes que los que abarca la vista ni más ideales que la libertad de Cataluña. No quería nada en común con los partidos españoles; ni intervenir directa ni indirectamente en la política nacional. Para los catalanistas España era un pulpo que había hecho presa en Cataluña y ésta sólo debía preocuparse de afilar la hoz libertadora. Ni en sueños pensaba en aceptar cargos electivos, y menos aquellos que les obligaran a reconocer la existencia de la unidad nacional y de un Estado que odiaban y repugnaban. Tenían esos catalanistas algo de los puritanos de Cronwell. Con un poco de buena voluntad se podría establecer una especie de paralelo entre los puritanos vistos al través da Macauloy o de Hallam y los catalanistas del 98.

Como aquéllos, eran fanáticos, cavilosos, incorruptibles, sectarios, melancólicos y ridículos por sus extremos. No se torturaban el cuerpo, ni ayunaban, ni dejaban de mirar a las mujeres, ni se rapaban la cabeza como los perseguidos por los Estuardos, pero renunciaban a todo favor, dádiva o beneficio del «Tirano»; sufrían con resignación los sarcasmos de sus adversarios y los estacazos de la policía y de los radicales; aguantaban impertérritos los insultos pensando que a la postre habían de redundar en provecho de Cataluña. Daban su dinero para campañas proselitistas, se conjuraban para no leer libros castellanos ni beber vinos que no fueran de la tierra; vivían entristecidos, con el pensamiento constantemente puesto en una imaginaria Cataluña aherrojada, y hasta fueron muchos los que, como los presbiterianos del siglo XVII, se arreglaron un tipo, una indumentaria y un tocado para distinguirse de los réprobos o descastados, que éramos, a juicio de aquellos, cuantos no comulgábamos con sus doctrinas. En vez del Evangelio tenían las «Bases de Manresa», y, a falta de salmos que entonar, cantaban los «Segadors».

Ese catalanismo fue calificado por José Roig i Bergadá de masturbación cerebral. Roig fue alcalde de Barcelona (1910), liberal del partido de José Canalejas, diputado, senador y ministro de Gracia y Justicia (1918). Pero con Cambó al frente de la Lliga, la mayoría no tardó en pasar de la ideología a la práctica, de la política negativa y romántica a la positiva. Los más avisados –decía Marsillach– se dieron cuenta de que había que ensanchar los horizontes, apoderarse de los cargos públicos y llevar al Parlamento el problema catalanista, no porque esperasen que en él se resolviera de acuerdo con sus aspiraciones, sino por meter ruido y aprovecharse de los cargos. De hecho, Cambó propugnó el Estatuto de autonomía y acabó aceptando la Mancomunidad como fórmula de compromiso. Los que de puritanos se habían desdoblado en hombres prácticos tuvieron dos programas: uno de exteriorización ó externo y otro interno, íntimo, exclusivamente para ellos.

El primero les permitía intervenir como censores en la política española, el segundo les colocaba fuera de la ley. Por el externo eran autonomistas, por el interno, separatistas. Agarrándose a aquel, por primera vez se oyó en el Congreso la apología de las Bases de Manresa. Mientras unos hacían profesión españolista en el Palacio de las Cortes, sus correligionarios en Barcelona silbaban a los oficiales del Ejército y arriaban allí donde podían la bandera española. Esta política equívoca, con un léxico y una conducta para Madrid y un lenguaje y un proceder para Barcelona, les valió muchos éxitos y ningún riesgo, concluía Marsillach antes de afirmar que la política y la gobernación de España llegaría a depender de las minorías catalana y vasca en el Parlamento, como de hecho así ha sido.

Más allá de las circunstancias históricas, la política cooperativa de Cambó y la Lliga ha sido encarnada desde la recuperación de la democracia, en los últimos cuarenta años, por Convergencia Democrática de Cataluña, ahora el PDECAT, y los lobistas de la Unió del señor Durán i Lleida, un «hombre de Estado». Son legión los autores y comentaristas que han visto en Francesc Cambó y Jordi Pujol las dos caras de la misma moneda. De Cambó se dijo que era mal político y buen banquero y de Pujol, lo contrario, sobre todo a raíz de la quiebra de Banca Catalana. La entraña molecular de los dos personajes ha experimentado la misma reacción al contacto con el poder: la desvergüenza. La fibra de ambos era materia imantada para forrarse. El talante extractivo y porcentual ha sido igual. Descendientes directos de Cambó ocupan cargos en Bruselas del partido político de los Pujol, Mas y demás.

El sindicalista bancario y buen amigo Amaro del Rosal, que en paz descanse, me contó, allá en lo años ochenta del siglo pasado, cómo el responsable de Hacienda y secretario general del Tesoro, Francisco Méndez Aspe, un hombre honrado a carta cabal, y él mismo en calidad de secretario genral de la UGT de la Banca tuvieron que moverse rápidamente para evitar que el sinvergüenza de Cambó se apodera de las acciones del Estado en Compañía del Gas y la Electricidad (la Chade) y en la aseguradora pública Sofino. Era el mes de octubre de 1936 y las tropas franquistas avanzaban contra Madrid. El Gobierno republicano de Francisco Largo Caballero se había replegado a Valencia. Franco, Mola, Varela, Orgaz… habían señalado la fecha del 7 de noviembre para ocupar Madrid a sangre y fuego. El bocazas Queipo de Llano se iba a tomar un café en la Puerta del Sol. Dando por hechos los planes de los sublevados, Cambó, que poseía acciones de la Chade y de Sofino convocó en Bruselas, discretamente, una junta de accionistas para anular las acciones de la República y apropiarse de la mayoría del capital de ambas sociedades.

Pero a Cambó le salió el tiro por la culata. Fumando un Ducados tras otro, el admirable Amaro, el hombre que salvó los archivos de la UGT de las garras del franquismo y nos dejó la mejor y más completa historia del movimiento obrero en España y de los Congresos Obreros Internacionales, me contaba cómo Méndez Aspe y él reaccionaron rápidamente y aquella misma noche, con riesgo de su vida, sacó de la cárcel de Porlier al marqués de Urquijo y le llevó al aeródromo de Cuatro Vientos, donde ya le esperaban con los motores del Douglas en marcha el aviador Pedro Tonda y el secretario del Tesoro para volar a París y llegar a Bruselas a tiempo de impedir el latrocinio de Cambó, quien residía en Suiza y ya había manifestado su apoyo a «la cruzada» de Franco y sus secuaces. El marqués de Urquijo tenía un buen paquete de acciones en la Chade y Sofino, y había aceptado colaborar con el Gobierno de la República para evitar la expolio. Con más de ochenta años y una vida llena de vicisitudes, el gran Amaro sonreía al recordar que «esa noche el marqués salvó la vida dos veces». Una: evitó que le sacaran con los demás presos «quinta columnistas» a los que fusilaron en Paracuellos. Y dos: cuando aquella madrugada llegaron a País había una tormenta de mil demonios y no se podía aterrizar; durante media hora sobrevolaron la ciudad a la espera del permiso de la torre de control. En un momento dato, el aviador Tonda se alejó y picó hacia tierra, cruzando los nublado y planeando hasta aterrizar en un prado cerca de Orleans. Al sentir los botes del avión, el marqués de Urquijo, que iba dormido y tapado con una manta, se despertó y preguntó sorprendido qué había pasado. Nada grave, que al avión se le ha acabado la esencia, le dijo Amaro. Pero la cosa pudo ser muy seria. Cambó, alertado, anuló la convocatoria de la junta.

Más allá de la inmoderada o abusona tendencia extractiva de determinados dirigentes, el catalanismo cooperativo se ha demostrado positivo para Cataluña y para el conjunto de España, donde cada cual (como ocurre en la UE y en otros mercados), cada cuál trata de arrimar el ascua a su sardina. El independentismo hosco y puro y puritano al que se refería Marsillach nunca se ha considerado viable ni, mucho menos inteligente, por la mayoría de los catalanes. Quizá por eso nunca ha sido mayoritario por más que se agite desde las tribunas y se esgrima como argumento o como reserva espiritual por los más mediocres entre los políticos y por más que desde el gobierno español se le inyecte gas carbónico hasta provocar los espectáculos dolorosos y lamentables a los que hemos asistido. Si por Rajoy Brey y Puigdemont Casamajó fuera, la Transición española no la habrían hecho los políticos sino esos señores de negro llamados magistrados, jueces y fiscales. Y entonces ni mancomunidad, ni autonomía ni federalismo ni democracia siquiera.

Cuando los catalanistas coparon la dirección del PSC, aprovechándose del voto obrero y laboral y quisieron imponer sus tesis al PSOE, llegando a abandonar incluso el Comité Federal del gran partido reformista y progresista español, Felipe González recomendó una sola cosa: «Paciencia, que ya volverán». Año y medio después, aquellos Obiols, Serra, Maragall y demás se percataron de que la fuerza no emana de la división, y volvieron tranquilamente y sin abdicar, ni mucho menos, de su hecho diferencial. En definitiva, tan importante como ser catalán es ser inteligente, incluso aunque uno se dedique a la política.

¿Te ha parecido interesante?

(+3 puntos, 3 votos)

Cargando...

Aviso Legal
Esta es la opinión de los internautas, no de diarioabierto.es
No está permitido verter comentarios contrarios a la ley o injuriantes.
Nos reservamos el derecho a eliminar los comentarios que consideremos fuera de tema.
Su direcciónn de e-mail no será publicada ni usada con fines publicitarios.