Luces de un federalista: Salvador de Madariaga

05/10/2017

Luis Díez.

Salvador de Madariaga, tío abuelo del exministro felipista y exsecretario general de la OTAN Javier Solana Madariaga, ofreció en sus Memorias de un federalista, redactadas en su exilio de Suiza y publicadas cinco años antes de la muerte de Franco (1975), una fórmula para el reconocimiento político de Cataluña, Euskadi y Galicia que satisficiera a los nacionalistas irredentos sin perjudicar a nadie. Aquel ingeniero de profesión, liberal, azañista, diplomático y escritor se pasó los 40 años de exilio debatiendo por carta con Leizaola, Aguirre, Jáuregui y otros dirigentes del PNV e intercambiando ideas con intelectuales e historiadores como Claudio Sánchez Albornoz, Americo Castro, Anselmo Carretero… Finalmente plasmó sus conclusiones en el libro de recuerdos, un tocho considerable, publicado por Espasa Calpe. Manifestaba el deseo de que esas conclusiones suyas fueran útiles a las generaciones venideras «para que a la salida de la dictadura no ocurra en España lo que va a sucederá en Yugoslavia a la muerte del mariscal Tito», decía.

Más que clarividencia, aquel europeista convencido poseía conocimientos y elementos de juicio para augurar la desmembración balcánica y, como patriota «expañol», deseaba evitar el riesgo de la «balcanización» en España. Cuando acuñó ese término no podía imaginar la efusión de sangre y dolor de las guerras de Serbia contra los separatistas croatas, de éstos y de los serbios contra los bosnios y de Belgrado contra los independentistas kosovares. Y tampoco podía sospechar que un sobrino nieto suyo que entonces no había llegado ni a penene de la Coplutense, Javier Solana, iba a ordenar la intervención de la OTAN contra Serbia y a bombardear Belgrado.

La fórmula que Madariaga consignó en sus memorias fue el Estado de las Autonomías. Incluso propuso un mapa territorial que, para sorpresa de quienes leyeren el libro, vino a coincidir casi exactamente con el Estado autonómico plasmado después en la Constitución de 1978. El poder central reconocía el autogobierno pleno a las nacionalidades históricas, con lo que conjuraba el riesgo separatista de la confederación Galeusca (Galicia, Euskadi, Cataluña). Paralelamente se ofrecía a las regiones una autonomía que evitara agravios. Esa descentralización del poder acabó siendo asumida por la derecha más renuente, encabezada por Manuel Fraga.

Madariaga volvió a España en 1976, tras la muerte del dictador, y llegó a ocupar su sillón como miembro de la Real Academia antes de morir, en noviembre de 1978. No participó en la política de la Transición, como la mayor parte de los desexiliados (excepción del secretario general del PCE, Santiago Carrillo), y nadie puede acreditar su influencia en el mapa autonómico actual, incluido el engendro regional de Castilla y León. Pero el Estado autonómico, con su carestía, defectos, duplicidades y corrupciones, fue aceptado por el común de modo que hoy resulta irrenunciable para las regiones entonces menos afectas al autonomismo.

La evocación de Madariaga (diputado por A Coruña en 1931 y fugaz ministro de Instrucción Pública y de Justicia en 1934) viene a cuento del impulso secesionista catalán, vilmente alentado por la ruindad política separatista y separadora. Esa evocación quedaría incompleta sin el acierto descentralizador, hasta el punto de que el llamado Reino de España poco tiene que envidiar a los estados federales. Más allá de las diferencias del proceso (en el federalismo se cede poder de la periferia al centro para cometidos comunes y en la descentralización autonómica se cede del centro a la periferia para cometidos propios), el poder central es hoy un esqueleto con media docena de funciones comunes básicas: fiscalidad, seguridad social, seguridad y defensa, política exterior, Tribunal Supremo y Constitucional y Parlamento de leyes básicas.

Hay dos hechos que podrían ser metáforas si no fueran realidad demostrativa del avance federal: el primero es que España ha funcionado perfectamente durante un año sin gobierno político legitimado por el Parlamento y ha crecido económicamente sin que los servicios públicos hayan sufrido mengua o menoscabo. El segundo lo hemos visto estos días con la falta de instalaciones para albergar a los cinco mil policías y guardias civiles enviados a Cataluña por Rajoy para impedir las votaciones del 1 de octubre. Dicho sea de paso, las obstaculizaron a palos y por intimidación sólo alcanzó a ochenta de los más de dos mil colegios electorales. La realidad es que incluso para expedir el Documento Nacional de Identidad (DNI) y el Pasaporte, el gobierno central (Ministerio del Interior, carece de instalaciones en Barcelona y tiene que arrendar locales, en concreto tres en la capital catalana con un total de 2.647 metros cuadrados y otros tres en Granollers, el Prat de Llobregat y Vilanova i La Geltru, respectivamente. No es el único apéndice administrativo central que vive de prestado en Cataluña.

Si la realidad no se discute (se constata), vale esperar que cuando el jefe del Gobierno, Mariano Rajoy, acuda por fin al Parlamento a rendir cuentas de los resultados de su política hacia Cataluña, acepte la reforma del marco normativo para empezar a llamar a las cosas por su nombre. Se negó a negociar con Artur Mas (de abajo a arriba) los veinticuatro puntos para avanzar en autogobierno y en fiscalidad después de haber recurrido el Estatuto de Autonomía aprobado en referendo por los catalanes. Emprendió la vía del desprestigio y la incriminación de los políticos nacionalistas chorizos y delincuentes fiscales, empezando por Jordi Pujol y su familia. Socabó y eliminó el influjo del catalanismo nacionalista en la política estatal, prefiriendo el nuevo producto liberal de Ciudadanos. Y aunque se haya endurecido en sus errores, puede hacer un favor a los suyos: asumir el diálogo para una reforma de la Constitución y echarse a un lado. Las nuevas generaciones necesitan madariagas para construir el nuevo marco de convivencia solidaria.

Contaba Madariaga que cuando era un guaje poseía una visión bastante unitaria de España. No creía que España fuera una, sino «triuna», con tres partes: una «zona lírica», galaico-portuguesa; una «zona dramática» o central, de arriba abajo, y una «zona plástica» o mediterránea. Luego, con el el estudio, el diálogo, la observación descubrió que España era más plural y albergaba más culturas, nacionalidades y sentimientos identitarios de los que creía. Y he ahí su autonomismo federalista.

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