Una rebelión en directo

13/10/2017

Maite Vázquez del Río.

Estamos en tiempos de espera. Puigdemont debe concretar si declaró o no la independencia y la respuesta que dé servirá para que Rajoy tome una decisión. Mientras tanto, continúan moviéndose las piezas del ajedrez. Aparecen los primeros enfrentamientos dentro de los independentitas y el resto de los actores ha marcado en rojo su posición.

Ahora es tiempo de que todos reflexionemos. Los políticos y los ciudadanos. Como periodista me planteo ahora, la crisis de Cataluña me lo ha hecho plantear, mi labor «social», la que me enseñaron de ser transmisora de lo que ocurre, intentando hacerlo lo más objetivamente posible, y evidentemente habiendo contrastado cada palabra que escribo.

La crisis de Cataluña está sirviendo para ver cómo han entrado a saco las redes sociales en este camino de informar. Cualquiera puede ejercer de periodista ¿La ventaja? La rapidez que nos brinda enterarnos de lo que sucede. ¿La desventaja? Que casi nada está contrastado y que todo es subjetivo, opinión del que lo escribe. De esta forma, también nos han cambiado las reglas de juego a los periodistas, a los que intentamos ser objetivos (aunque tengamos nuestra opinón e intentemos hacer acopio de sentido común y prudencia) nos encontramos con dos versiones diferentes de un mismo hecho. Todo depende de dónde se ha puesto el objetivo de la cámara o la diana de las palabras. Los propios medios de comunicación, la mayoría, también han tomado partido. La labor de investigar y contrastar se ha vuelto más compleja. Y para enmarañar todavía más el problema de con qué carta quedarnos están todos los bulos y mentiras, las falsificaciones de lo que hay que narrar. Y hay muchas, demasiadas.

En estos días de espera también pienso en cómo vivieron nuestros antepasados u otros pueblos sus rebeliones. Releo la historia de Cataluña y me imagino cuándo se pudieron enterar el resto de los españoles de la declaración de independencia de Companys, incluso los propios catalanes que no estuvieran delante del balcón de la Generalitat; cómo llegó a los ciudadanos su detención en Francia por miembros de la Gestapo o cómo informaron de su encarcelamiento y posterior ejecución. Evidentemente no se vivió tan en directo, por muy rápida que fuera la red de espionaje, sólo se pudieron enterar de la versión que se dio desde la dictadura. Eso sí que era falta de libertad y opresión.

Hasta ahora los corresponsables de guerra eran lo más próximo a saber cómo se podía desempeñar el oficio de contar lo que estaba sucediendo en otras tierras con otras guerras. Hemos asistido a ataques emitidos en directo y vivido muchas batallas que nos parecía que estaban lejos. Ahora, pese a la ausencia de violencia, lo tenemos tan cerca que estamos dentro del Parlament escuchando las palabras de Puigdemont, en la sala continua al Pleno viendo cómo firmaban la declaración unilateral de independencia… mientras todos asistíamos impasibles, incrédulos y sin saber lo que está pasando. Ni nos explicamos por qué hemos llegado a esto, por mucho que nos lo expliquen.

No es una guerra, es una rebelión, pacífica y sin disparos, pero cada vez más cargada de odio, intransigencia y fanatismo, hasta algunos saliendo del armario ultra. Todo planeado al milímetro sin que ninguna de las otras partes sepa nada de lo que iba a pasar. Todo casi de película, con un entramado de peones cada uno con una misión específica; las calles tomadas por unos, y la parte silenciosa y contenida que espera poder salir a las mismas calles que también son suyas… Y siempre el problema de fondo: la opresión que han sentido a lo largo de la historia una parte de los catalanes por parte del resto de España.

Se han cometido muchos errores. No sólo ahora que ya estamos en la contienda. La transición de la dictadura a la democracia, nos dijeron, fue modélica. Pero ahora, pasados 40 años, nos damos cuenta de sus carencias. Oprimidos por la dictadura estuvimos todos los españoles. Catalanes, vascos, gallegos, valencianos, andaluces, extremeños, castellanos, madrileños… No tuvo libertad nadie para hablar lo que quisiera. Lo de menos era el idioma en que se pudiera decir, aunque también. Acatar y callar. Votar, pocas veces, pero con el resultado conocido de antemano, y viendo cómo unos pocos se enriquecían a costa de la miseria de la mayoría. La corrupción campó a sus anchas y todo el mundo tragando y aguantando. No nos olvidemos que el dictador murió de muerte natural.

Pues bien, nos encontramos con una Constitución votada por los mayores de 21 años de aquella época, con las reglas a seguir de ahí en adelante. Visto lo visto, y sin que nadie se ofenda, se debería haber puesto el contador a cero para todas las regiones, con independencia de su historia. Recuperar cuestiones del pasado para unas -a falta de 25 años para acabar el siglo XX- era dejar al resto en desigualdad de derechos.

Tampoco los españoles supimos cómo crear nuestros símbolos para unirnos. Permitir identificarnos con la bandera de España como algo que se lleva en el corazón como así ocurre en la mayoría de los países (Estados Unidos tal vez sea el mayor de los ejemplos). Hasta la crisis de Cataluña, quien llevaba una bandera se le veía como un «facha». Tampoco creamos una letra para el himno, más allá de un ‘lolololo’ con el que hacer el ridículo en las competiciones deportivas. Y se fueron «regalando» competencias a cambio de apoyos legislativos. Una vez a catalanes, otras veces a vascos, pocas veces a canarios o navarros o aragoneses… y para de contar. Al resto nada porque por las fuerzas parlamentarias su voto no servía para legislar nada. Asi se ha ido configurando España. Y así nadie está contento.

Queda todo por hacer. Primero recuperar la calma y la tranquilidad. Curar las heridas tardará mucho más. Y luego ponerse a trabajar sin aplazar ni una coma. Hay que reformar, reformar y no parar hasta que todo esté consensuado y pactado. ¿Será posible? Primero Puigdemont tiene que decir «no».

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