Furgonetas blancas

04/11/2017

Luis Sánchez-Merlo.

No resulta difícil encontrar en Internet este anuncio: «Furgonetas blancas sin rotular. Pase desapercibido en sus desplazamientos, bien sean de trabajo o de ocio». Ahí está la clave, en pasar desapercibido. España cuenta con aproximadamente 2.250.000 furgonetas, donde 1 de cada 4 tiene más de 20 años de antigüedad, con una media general de 15 años.

Anónimas y discretas, ilegales algunas y veloces todas, pululan por ciudades y carreteras españolas, acumulando objetos de mundos y submundos y dando refugio a los derrelictos más activos. En la inmensa mayoría de los casos, son vehículos de uso profesional que se utilizan para trabajar y transportar personas o mercancías propias y de terceros. No tienen ventanas ni cristales laterales, tampoco posteriores, lo que les da un aire furtivo. Ninguna rotulación identifica la actividad, ya sea razón social, teléfono o correo electrónico del negocio.

Y las preguntas, para los más escépticos, se agolpan: ¿Por qué no identificar un negocio con una imagen? ¿Para qué se utilizan esas furgonetas? ¿Son de autónomos? Quizás hay una razón de fondo para este fenómeno de las furgonetas blancas. Y de eso se trata, de entender el fenómeno.

A los efectos de identificación del furgonetero, sea persona física, generalmente un autónomo, o mandatario de una persona jurídica, solo queda como recurso informativo la matrícula del vehículo. ¿Tiene que ver algo esto con que la economía sumergida pudiera suponer un quinto de la actividad en España?

A uno le asaltan este tipo de dudas. No se trata, en modo alguno, de incriminar con carácter previo ningún comportamiento, porque aquí también reza la presunción de inocencia. Sin embargo, sería útil e interesante, sobre todo para los más concernidos, conocer los detalles de esos pecios, con valor, origen y destino pormenorizado.

Para ello, nada tan eficaz como identificar a quien traslada esa pequeña porción de producto interior bruto, sin etiqueta identificativa. Llama la atención que, con la curiosidad que acredita, y de forma creciente, la desconfiada Agencia Tributaria -enérgica encargada de la recogida, administración y reparto de los impuestos- no haya ampliado su capacidad extractiva a este caladero, fuente potencial de ingresos en la cruzada por reducir el déficit entre lo que se ingresa y lo que se gasta. Pero lo cierto es que en este epígrafe podría encontrarse un reducto de esa economía no identificada que, según los cálculos maliciosos de algunos economistas, podría rondar una cuarta parte del PIB español.

Las cargas sociales del Estado del Bienestar (educación, sanidad, asistencia social) son cada vez mayores. Si añadimos los gastos de seguridad y defensa, etc., se precisan ingresos crecientes para afrontar gastos en aumento. Y la presión fiscal no deja de crecer. Que se lo pregunten a las clases medias.

Esto viene a cuento de que quienes no contribuyen a los ingresos no renuncian en paralelo a las prestaciones del Estado. Y aquí, aparte de la anomalía endógena, subyace una gigantesca injusticia puesto que hay ciudadanos que contribuyen con sus impuestos a financiar su parte correspondiente del gasto estatal, autonómico y local, a la que hay que añadir la del que no paga sus impuestos.

Ya estoy oyendo a alguien al fondo de la sala decir que esto es el chocolate del loro, que lo que hay que hacer es acabar con los paraísos fiscales y subir los impuestos a los ricos. No estoy en desacuerdo con acabar con los privilegios y tampoco con consentir islas de fraude. Por eso es tan necesaria la puesta en marcha de la Unión Fiscal europea, porque no es razonable ni sostenible mantener regímenes impositivos diferenciados en territorios excluidos del régimen general, cuando comparten la misma moneda e idénticas reglas sobre el mercado único y la competencia.

Cuarenta años después de la restauración democrática, el fraude fiscal sigue siendo todavía, aunque se han producido indudables avances, materia diferida. Entre otras consideraciones, hay discriminación en el trato que reciben los contribuyentes y se produce la paradoja de que, entre estos, los más ejemplares reciben en ocasiones peor circunspección que aquellos desconocidos que no son siquiera molestados al no estar fichados.

Alguien podría decir que es mucho más fácil comprobar la exactitud de los datos declarados por los que ya se encuentran bajo su lupa, que investigar lo oculto que siempre es mucho más difícil. Y, además, resulta mucho más rentable entrar en la calificación de los negocios realizados por los ya controlados, efectuando una calificación de los mismos diferente de la realizada por el contribuyente.

Sin salir de las furgonetas blancas, habrá que aprovechar que se va a estrechar el control sobre el alquiler, compra y venta de estos vehículos, para exigir la completa identificación de los mismos cuando sean dedicados a actividades mercantiles, dado su siniestro uso por parte de los terroristas (siguiendo la recomendación del Estado Islámico de utilizarlas en atentados masivos). En Barcelona, Londres… ese fue el caso.

Borja Cardelús publicó no hace tanto «El país de las furgonetas blancas», una visión irónica y descarnada de la sociedad española actual, donde saca a la luz la filosofía de vida de un país «de servicios» que no fabrica y que por ello se ve obligado a repartir objetos y maquinaria fabricada en otros países. Los ciudadanos españoles, «de naturaleza nómada y autónoma», históricamente han elegido el individualismo como estilo de vida, una decisión que, en opinión del autor, siempre nos ha traído «problemas».

Los españoles han logrado dos conquistas mayores en los últimos años: la libertad política y el bienestar. La libertad, ha devenido en individualismo; el bienestar, en consumismo. Lo que produce un abandono de pasadas virtudes como la austeridad, el espíritu de sacrificio y de ahorro y las buenas costumbres. Según Cardelús, la sociedad se ha lanzado al exceso, el desbordamiento y al deterioro. La vieja prudencia se va transformando en vulgaridad, la picaresca en corrupción y el afán de libertad personal en egoísmo.

Aquí lo que está en cuestión es que haya ciudadanos que trabajan regularmente de manera irregular porque cada vez hay menos tolerancia a estas prácticas. Consuetudinarias. El clima entre los enojados contribuyentes no parece proclive a una lógica de pícaros y furgonetas blancas y tampoco parece justo este culto que empareja a justos con pecadores. Transparencia pues para todos los actores, por mucho que los defensores de las blancas apelen a la importancia estratégica de estos vehículos en el transporte de mercancías, sin los cuales la vida en las ciudades sería muy difícil ya que los camiones tendrían que entrar directamente a repartir y la logística sería disparatada.

La Citroen 2vc, abuela de las furgonetas blancas, que nació como relevo a carros y mulas, capaz de transportar un cesto de huevos por un campo sembrado sin que se rompiera ni uno, acaba de cumplir 65 años. Ya apuntaba maneras porque la opacidad de lo que se transportaba era absoluta, aunque fuera uno de los vehículos oficiales de empresas y organismos públicos como Correos y Telégrafos o la Compañía Telefónica Nacional de España. Eran entonces furgonetas de color gris que se popularizaron rápidamente.

Después llegaron las blancas de la mano de la C15, “un mito del asfalto español”, que servía además como coche familiar para hacer largos viajes, con un motor incombustible con el que alguno que conozco ha llegado a hacer 300.000 kilómetros, cargando desde muebles hasta arena a granel.

Y de nuevo, el misma interrogante ¿por qué blancas, sin rotular? Dado que los fabricantes ofrecen otras posibilidades de color y la diferencia de precio es mínimo ¿por qué esa pasión por el blanco, o, tal vez, ese miedo al color? La palabra quizás la tenga la autoridad competente

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