El baile del diablo

08/01/2018

Joaquín Pérez Azaústre.

El baile del diablo es libro y tiento, un pulso interior con uno mismo. Este es el otro lado en la lectura de La alegría de lo imperfecto (Trea), los dos títulos recientes de Javier Sánchez Menéndez que nos acompañan y se acompañan entre sí con un juego de ecos superpuestos, sucedidos con fluidez de confesión veraz entre el aforismo y el poema. En La alegría de lo imperfecto asistimos a la sentencia como revelación, dolor y fuego; y en El baile del diablo (Renacimiento), quizá el más rotundo y descarnado libro de poemas de Javier Sánchez Menéndez, somos testigos de la auscultación de un individuo que se tienta a sí mismo en la pluralidad cortante de su vida, como actor y como espectador de sí mismo, director y productor de una vivencia propia convertida en parrilla de una carne coral ante el paso del tiempo. El paso del tiempo y yo, contestó Gil de Biedma -en la ya socorrida cita- cuando le preguntaron por los temas de su obra. Pero es que es verdad: en Gil de Biedma y también en cualquier latitud verdad de un poeta tensado ante el espejo, midiéndose a sí mismo, entre la profundidad de su deseo y la inapelable densidad en relieve de su cernudiana realidad. Es lo que sucede con Javier Sánchez Menéndez y su baile del diablo, o con el diablo: que el sujeto que nos habla, reconvertido ya no sólo en objeto, sino también en discurso de su materia poética, se vacía al reconocer un mapa sufrido de certezas mientras el sueño tiembla bajo sus pies.

El sueño, el suelo: todo tiembla, todo se tambalea ante semejante pulso y desafío de verdad en la sangre, en el dibujo añil de unos tejidos puestos sobre la mesa, para diseccionar el pálpito y la luz, pero también las sombras escondidas y el último amargor de un vino dulce, porque antes lo fue. Lo vemos en poemas como Nanny, con el amor olvidando cuando pasó por nosotros, de nuevo con Gil de Biedma al fondo: “no volveré/ a sentir, a ser un joven y a la vez / olvido”. También con los demonios disfrazados de ángeles, repartiendo “las cartas de los que son poetas”, o en esa Kitchen Love en la que los “platos sucios / aún no están rotos. Este febrero / me acabará matando / y no he hecho café. El aceite está hirviendo / y nuestros cuerpos en el justo momento / de la falsa ebullición”. Pasión, sí, “sin ánimo de olvido”, porque “Una mala tarde la tiene cualquiera, / dos son una aspiración / al sufrimiento”, como leemos en el gran poema Cualquiera. Hay por supuesto grandes hallazgos, desde lo mínimo hasta lo rompedor, como “esa mezcla de rata / y fruto seco”, y definiciones deslumbrantes que nos clavan las garras a lo que más importa de la vida: “Encendiste la vela / con tu fuego: / telúrico vigor / que nada contradice”, como podemos leer en el espléndido poema-lema Poesía.

Poesía y vida como vuelo de lo sagrado, como expresión plena y esencial de toda una existencia, la encontramos a lo largo de todo el libro. Especialmente en Elogio del gato: “Cuando viene la luz / vuelan las sombras, / el mito se engrandece / y el misterio es el color / del aire. / Han crecido los sauces, / sus ramas cuelgan ya / de este tronco sagrado”, en un tono interior celebratorio que nos evoca un Claudio Rodríguez con la contención impuesta sobre el himno, pero con idéntica verdad. Otros grandes poemas, con títulos que dan claves internas: Vida, Misterio, Semillas de grandeza, El día de mañana, Descarte, La muerte y Balance. Divido en tres partes –Las cartas por jugar, Las obras terrenales y La verdad de las cosas– que dan razones de ruta, El baile del diablo contiene la belleza exacta y dura de lo verdadero.

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