‘Solitudes’, Maestros del espacio

07/02/2018

Luis M. del Amo. Esta divertidísima joya del teatro de máscaras recala de nuevo en Madrid.

Con apenas ocho años de vida, la compañía vasca Kulunka Teatro ha pasado ya a integrar la nómina de los imprescindibles en la cartelera teatral nacional. Ahora, y después de maravillar al público con André y Dorine, traen de nuevo su divertidísima y tierna Solitudes, en segunda temporada, al Teatro Fernán Gómez de Madrid.

Hasta el 25 de febrero, los espectadores madrileños tienen la ocasión de disfrutar de esta joya del teatro moderno, conformada a partir de expresivas máscaras, que beben del cómic y del imaginario de la animación, y cuya ausencia de palabras no debería asustar ni a un solo espectador.

Y es que el espectáculo de los Kulunka está hecho para todos los públicos. No solo por su notable sencillez, sino también por la rotunda maestría con que la compañía vasca maneja el espacio, y los mecanismos del relato que subyace a la representación.

No quiero adelantarles nada de su argumento a fin de no mermar ni un ápice el hondo placer de ir descubriendo la trama. Tan solo añadir que, a mis ojos, resulta incluso justificada la decisión más controvertida en este sentido, como es la de partir en dos la continuidad narrativa de su argumento.

Y queda justificada, digo, porque de este modo se ofrece la oportunidad de presentar al espectador uno de los momentos más grandes de la obra – una lección en el uso del espacio – al cual me referiré más adelante.

Por medio quedará no solo una depurada técnica clownesca, o el uso experto del espacio, sino sobre todo una magnífica humildad en la utilización de recursos, que siempre juegan al servicio de la historia.

Magníficas revelaciones

El espectáculo está lleno de momentos felices pues se ve precisamente en ese estado, de felicidad. Pero cabría destacar aquí algunos de estos instantes, entre los más depurados, como son la duplicación de uno de los personajes – bellísima –, o uno de esos instantes de revelación o epifanía, durante los cuales se abre un paréntesis en la vida, y que aquí se transmiten con un parcial congelado, magistralmente concebido y ejecutado.

Y es que uno desearía tener memoria fotográfica a fin de repasar, una y otra vez, todos los minutos que configuran esta representación.

Dominio del espacio

Una preciosa poética – accesible a todo el mundo, hay que repetir; divertídisima – que exige precisión de relojero a sus intérpretes, y que estos cumplen a rajatabla de principio a fin de la función, durante la cual encarnan la media docena larga de personajes que se reparten sus tres actores: José Dault, Garbiñe Insausti y Edu Cárcamo.

Y es que, en definitiva, además del dominio del gesto, es esta una historia muy bien contada. Que toma del cuento, y del clown, su eficaz manejo de las acciones. Y que se ayuda del ritmo, como en esa partida de cartas, para afirmar con claridad los cambios en la situación y en el estado de ánimo de sus personajes.

Y permítanme finalmente comentar ese momento citado, cuando se cruzan los hilos argumentales separados. El espectáculo se ha dividido en dos. Y los espectadores esperan ansiosos ver cómo convergerán ambas historias. Pues bien, tras evolucionar en el espacio más alejado del escenario, la trama une por fin a sus dos protagonistas. Y estos penetran en la casita del viejo, en el espacio más cercano, logrando con ello uno de los momentos más bellos de la representación, que no solo unifica la obra, sino que transmite con extraordinaria claridad – en un plano más corto, se diría – la llegada a la intimidad del viejo.

Una calidad que la iluminación acentúa y que preludia de forma muy potente la efectiva sintonía que luego lograrán sus protagonistas.

Aún lloro al recordarlo. Y no piensen por un minuto que el espectáculo es triste. Todo lo contrario. Es pura alegría. Gozo infinito.

Imprescindible.

No se la pierdan.

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