‘Ilusiones’: Torres de marfil

25/04/2018

Luis del Amo. Miguel del Arco estrena en el Pavón la obra – sin conflicto – del ruso Ivan Viripaev.

Es sabido que una excesiva autoconciencia puede ahogar el arte. Y que el goce de crear necesita de la libertad y de cierto dejarse llevar. También es verdad que los niños, los grandes jugadores, se explayan y la gozan destripando sus muñecos. Pero esto solo lo hacen, hay que añadir, una de dos, si el juguete no les gusta, o una vez le han exprimido todo el jugo.

En el arte, este destripamiento formal suele ser señal de agotamiento. Y de una necesidad de renovación que, a veces, pugna durante años y años, sin llegar a aparecer.

El teatro no es ajeno a estas tentativas. Es más, suele caminar dos pasos por detrás. Y sus creadores, pueden dar síntomas de monomanía durante años, antes de que llegue a otearse en el horizonte aquella renovación formal.

Así lleva sucediendo durante décadas en nuestro teatro, un peculiar mundo que mezcla por un lado el estatismo subvencionador, con la necesidad de públicos, no siempre perentoria. Y que trata de redimirse, aparentando gravedad, de un pasado rudo y mestizo, que casa mal con los aires de grandeza y trascendencia de la grandeur artística actual.

Así, ha hecho fortuna el término de reflexión que engloba estas obras que ansían estar por encima de los simples postulados del arte. Y a las que les parece poco representar el conflicto entre un panadero y una florista, o el lío que surge cuando un Montesco y una Capuleto se enamoran.

Suelen estas obras de reflexión mirar por encima del hombro a sus personajes, y, en el fondo, tratar por bobo al espectador. Pero tienen su público. Y un público además que, en los ámbitos urbanos, pasa por ser un creador de tendencias, influencer, o como lo quieran llamar.

Esta estupidez profunda, torpemente resumida, constituye algo así como una ley no escrita. Que ha dejado su impronta en lugares tan diversos como los catálogos de las exposiciones de arte contemporáneo, las bases de los concursos teatrales, y en cada uno de los rincones del panorama cultural.

Sin embargo, a la hora de apagar la luz, el espectador se enfrenta solo a la obra. Y, si es sincero, no le quedará más remedio que manifestar su hartazgo y decir al menos de forma sincera su opinión. Esto es lo que me sucede a mí con la nueva obra de Miguel del Arco, un creador al que admiro profundamente. Pero del que en esta ocasión me disgusta enormemente su elección de la obra. En este caso se trata de Ilusiones, una reflexión debida al ruso Ivan Viripaev, que se adapta como un guante al tipo de espectáculo del que llevamos ya un rato hablando.

Una reflexión que, bajo tal etiqueta, esconde la renuncia a presentar sobre el escenario un conflicto, la razón por la que yo acudo al teatro. Una renuncia que si soy sincero, provoca aburrimiento en el espectador. Y ello a pesar del excelente elenco. Y de la gran calidad de sus elementos escenográficos y de iluminación.

Y que, si bien logra grandes momentos, como la ‘fumada’, o cada uno de los emocionantes giros del sensacional aparato (con tres butacas) que sube al escenario, no llega a implicar radicalmente ni mi intelecto ni mi corazón.

Lo cual no obsta para que destaquen, además de la cuidada escenografía de Eduardo Moreno y las expresivas luces de Juanjo Llorens, el innegable acierto en la elección del elenco. Tanto por sus cualidades individuales como en tanto que grupo.

Marta Etura, Daniel Grao, Alejandro Jato y Verónica Ronda constituyen un agradable repertorio de tipos humanos, y, como actores, se muestran versátiles, dominadores de la voz (microfonada), y con dotes para el canto y hasta el baile. A lo que, a nivel individual, hay que añadir el atractivo de Etura; la gracia de Grao; la ductilidad de un gran Jato; y la personalidad y profesionalidad de Ronda.

En definitiva, una irregular función, con momentos brillantes, que gustará sobre todo a ‘gafapastas’ y amantes de la reflexión.

Recomendable.

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