Constitución vaciada y burlada

17/05/2018

Luis Díez.

Ese rechinar de dientes de los políticos dizque constitucionalistas ante la sucesión de contrariedades (derrotas) en la persecución penal de sus colegas catalanes, huidos para evitar la cárcel, es el último ejemplo de que la construcción europea únicamente sirve a los capitales. Ni coherencia política, ni unidad jurisdiccional. Aquí se confunde UE con Europa, se incurre en la falacia del todo por la parte. Aquí se invocan y aplican acríticamente las normas comunitarias superiores. Aquí se cambia la Constitución (sin consultar a los ciudadanos) y se dejan en papel mojado los preceptos que interesan a las personas. En aras de una unidad superior se despoja de derechos sociales a la gente trabajadora y se trasponen directivas comunitarias que únicamente interesan al proceso de acumulación capitalista y a sus despiadadas formas de gobierno, eso que llaman «neoliberalismo». Ni siquiera la política agraria común (fuente de corrupción) progresa adecuadamente. Y hasta el sistema Erasmus de becas e intercambios para que los universitarios conozcan y se formen en otros países de la UE se halla en retroceso por mor de los recortes en las becas aplicados por el Gobierno de Rajoy Brey.

Para adquirir conciencia de la gran mutación constitucional que para los españoles y los demás ciudadanos de los países del sur de Europa está suponiendo la única construcción europea que conocemos y padecemos, la del capital, la monetaria a la medida de Alemania y los países del centro y el norte del viejo continente, es recomendable leer el libro del diputado Manuel Monereo y el profesor Héctor Hillueca: «España, un proyecto de liberación» (Editorial Viejo Topo). Ya va por la segunda edición. El análisis de la alteración de la Constitución táctica o implícita impuesta por los mercados para salvaguardar los intereses de los inversores no deja lugar a dudas sobre la laminación de los derechos sociales básicos y la imposición de un nuevo constitucionalismo de matriz neoliberal incompatible con el Estado social. La «regla de oro», acometida aquí mediante la reforma del artículo 135 de la Constitución que supedita al pago de la deuda cualquier gasto social (eso que la derecha llama «devolución de impuestos»), desbordó de largo las exigencias europeas y fue mucho más lejos que Alemania e Italia. Francia adoptó las precauciones mediante ley orgánica.

Si la Constitución española de 1978 que con tanto afán y gasto andan celebrando por haber llegado a los cuarenta años, tuvo una vocación normativa a medida que sus previsiones fueran moldeando los proceso económicos y sociales –de hecho fue así durante el periodo de gestión socialdemócrata hasta 1993–, hoy, consagrado el neoliberalismo como única alternativa posible, aparece como una «constitución semántica» y reducida al imperio de la economía. La esperanza de las clases populares de un nuevo marco jurídico-político que garantice los derechos sociales se aleja cada día más. La formulaciones constitucionales son «flatus vocis», palabras vías, según contrastan y documentan Monereo e Hilleuca. La rigurosa y tajante separación entre los derechos individuales, provistos de eficacia jurídica plena, y los sociales, considerados principios inspiradores del ordenamiento jurídico y, por tanto, dependientes de los programas políticos, ha permitido a la derecha española, el PP y sus otrora aliados nacionalistas catalanes, desmantelar rápidamente la precaria arboladura social. Bien es verdad que la voluntariosa labor al servicio del capital y el marco de la UE alemana, contó con el prólogo de un cobarde Zapatero que, presionado por el BCE, evitó consultar al soberano (el pueblo).

La Constitución recoge el principio de progresividad y, por tanto, es posible elevar al primer nivel determinados derechos sociales (pensiones, sanidad pública universal, vivienda) y constitucionalizar las políticas públicas imprescindibles para garantizarlos, del mismo modo que ocurre con la Educación. Así lo entienden y explican Monereo e Hillueca en el epígrafe «utopía realista». Sin embargo, por si fueran pocos los obstáculos, ese Tribunal Constitucional al que el Gobierno apela (con razón) contra los secesionistas catalanes se declaró en su día (1986) incompetente para tutelar la igualdad efectiva reconocida en el 9.2 de la Carta Magna. Y no solo eso: su jurisprudencia ni siquiera ha tenido en cuenta el «principio de progresividad» reconocido en el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (PIDESC) suscrito por España en 1977. El pacto prohibía la regresividad de los mencionados derechos, pero el Constitucional ha negado virtualidad a esa prohibición, abriendo la puerta a regulaciones cada vez más restrictivas.

Resulta curioso (e instructivo) que los autores apelen a los argumentos del Papa Francisco, siendo, como son, de antigua militancia comunista. Pero alguien deberá explicar frente al neoliberlismo campante que las personas no son mercancía, no se fabrican, poseen valores innegociables en sí mismas y necesitan la ayuda de la sociedad. La burla y la ruina del neoliberalismo empieza y termina en su propia denominación. ¿O alguien cree que a un trabajador pobre, desregulado, sin amparo, que apenas gana un salario para sobrevivir se le puede pedir que luche por la libertad y además vote a los que le sojuzguen? He ahí la cuestión.

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