África: la bomba humana

27/06/2018

Luis Díez.

El movimiento migratorio desde África y Asia hacia Europa constituye una preocupación principal de los gobiernos con una micra de humanidad y responsabilidad de la Unión Europea (UE). Andan buscando «parches» para contener la avalancha y evitar la fosa mediterránea. Más allá de los discursos reaccionarios que alimentan la cultura del descarte y la exclusión a mayor renta de la xenofobia, y de las posiciones que analizan el problema con una visión solidaria, de acogida de los refugiados e integración de los inmigrantes, como la que propugna el Gobierno de Pedro Sánchez en el seno de la UE, el término «parches», referido a la iniciativa de instalar campos de internamiento y control (guetos bajo vigilancia policial o militar) se ha de interpretar como la renuncia explícita al «plan Marshall», el «Recovery Program» que África necesita.

Si los gobiernos europeos no obligan a las multinacionales extractivas a corregir el tiro, es decir, el tratamiento del problema migratorio de un modo equitativo para que la gente pueda vivir y desarrollarse en sus países en paz y con dignidad, la bomba humana estallará irremisiblemente. El desafío demográfico es tamañito: 2.400 millones de seres humanos en África por 700 millones en la vieja Europa. Lo decía el presidente Sánchez ante el pleno previo a la cumbre de Bruselas del 28 y 29 de junio: «Los diecinueve países con menor índice de desarrollo humano están en África». La alarma humanitaria no admite demora, la protección de las fronteras del sur de Europa no es suficiente. La implicación de todos los gobiernos de la UE ante la urgencia humana es tan esencial como difícil de conseguir. Sánchez propone más diálogo y ayuda a los países de tránsito de los inmigrantes y refugiados para atemperar el problema. Incluso adelantó alguna cifra: más de 3.000 millones de euros anuales en cooperación y ayuda humanitaria hasta 2029.

Sin ánimo de exagerar la nota del debate parlamentario suscitado por el propio Sánchez ante la próxima cumbre de Bruselas, el Reino de España ni siquiera dedica a ayuda humanitaria los 90 millones de euros anuales (dato de 2017) que recauda en concepto de tasas consulares por los visados que emite. ¿Es eso generosidad? El gobierno del Reino de España (PP con el apoyo de C’s) destina a cooperación internacional al desarrollo un presupuesto similar al que teníamos a finales de los años ochenta, el 0,22% de la renta nacional bruta, frente a la media europea del 0,52%. ¿Permite esto alzar la voz ante los colegas de la UE? La derecha azul y su aliada naranja ni siquiera han intentado cumplir el mandato parlamentario de llegar al 0,4% del PIB en ayuda al desarrollo en esta legislatura ni de alcanzar el 10% de los quinientos millones presupuestados a ayuda humanitaria).

Las cifras, como proyectiles, que lanzó la diputada socialista Carlota Merchán hace un mes contra el entonces ministro de Exteriores, Alfonso Dastis, indican que el 65% de esos 500 millones en Ayuda Oficial al Desarrollo son créditos comerciales (incluso a la venta de armas) y financiación de inversiones exteriores de empresas españolas (la mayor parte para extraer minerales y otras materias primas). Esos recursos ni siquiera dependen de la Agencia Española de Cooperación Internacional al Desarrollo (AECID), sino del Ministerio de Economía, Comercio y Turismo. Las contribuciones obligatorias a organismos internacionales y entidades financieras multilaterales como el Banco Interamericano de Desarrollo o el Banco Africano de Desarrollo completan el gasto. De este modo, los programas de ayuda humanitaria, que ni siquiera alcanzan el 10% del presupuesto de cooperación, se reducen al reparto entre las ONGs de los 33 millones de euros de la casilla del 0,7% de la declaración de la renta «para fines sociales» y a la asignacion de 26 millones de euros más a la Oficina de Ayuda Humanitaria. Eso no quita para que más de 88 de los quinientos millones mencionados sean «cooperación delegada de la UE».

Con una visión economicista se podrá decir que la cicatería del poder central es directamente proporcional a los intereses españoles en el África subsahariana, donde los desastres bélicos y humanos han sido y siguen siendo provocados por las potencias extractivas. A ellas, comenzando por Estados Unidos, sin olvidar la creciente presencia de China, que está plantando su gran puerto y base militar en Yibuti (Somalilandia) en pie de igualdad con Francia, USA e Italia, se les debe exigir responsabilidad y cooperación. Esas potencias extractivas han sembrado África de dictadores energúmenos y corruptos, de guerras y campos de refugiados y desplazados desde Somalia hasta Nigeria, desde Sudán hasta Malí, pasando por Chad, Congo y otros países. Los niños no quieren ser militares para siempre, los jóvenes desertan, arrojan los fusiles y huyen de la guerra. A veces tardan años en llegar a las zonas de embarque en Libia, Túnez, Marruecos y en reunir el dinero para pagar a las mafias que los abandonan en alta mar. Saben que pueden morir ahogados, pero prefieren el riesgo a regresar a sus países, donde les espera la humillación y el castigo.

Aquí nosotros desconocemos o no queremos enterarnos de lo que ocurre al otro lado del Mediterráneo o en las costas del Sahara frente a Canarias. Y lo que es peor, ni siquiera nos preguntamos por qué ocurre. Sin embargo, las trescientas familias que se reparten la riqueza mundial de acuerdo con el sistema liberal-financiero en vigor conocen perfectamente lo que sucede, es decir, las consecuencias de sus acciones. Los gobiernos europeos deberían poner pie en pared y exigirles más contribución (o por lo menos algo) al desarrollo equilibrado del continente africano, al que maltratan y envenenan. No lo harán porque trabajan para esas oligarquías precisamente. De hecho, presidentes, jefes de estado y políticos al uso ocupan un destacado lugar entre ese 2% de la población mundial al servicio de los potentados. De ahí que no puedan poner coto a la voracidad de los intereses y tengan que optar por los parches en la llanta como si la rueda no fuera a estallar por explosión demográfica, guerra, enfermedad, criminalidad, miseria y hambre.

 

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