‘Alguien voló sobre el nido del cuco’: El voltaje y la masa

19/10/2018

Luis M. del Amo. Bielski retoma el clásico con Chiapella en el papel que inmortalizó a Jack Nicholson.

Algo falla en este montaje sobre la novela de Ken Kesey que inmortalizara la película de Milos Forman, dejando la figura de Jack Nicholson instalada para siempre en el imaginario colectivo. En teatro, muchas veces más es menos. Y así sucede con la dirección de Jaroslaw Bielski, quien 15 años después de montar la misma obra, protagonizada por un en aquel entonces desconocido Pablo Chiapella, retoma hoy la dirección del clásico nada menos que con dieciséis actores. Un ejército cuyas avanzadas Bielski no acierta a engranar, y que ha perdido por el camino el voltaje emocional que atesoraba la adaptación firmada por Dale Wasserman.

La irregularidad del montaje de Alguien voló sobre el nido del cuco que se muestra hasta el 4 de noviembre en el Teatro Fernán Gómez de Madrid, no lo priva sin embargo de ciertos momentos que conviene destacar desde un principio, como son los aplausos que la obra despierta en algunos sectores del público en momentos en que el protagonista acierta a salirse con la suya; un hecho emocionante siempre, y que conviene destacar.

Dicho esto, se echa en falta en el montaje de Bielski una mayor limpieza en la actuación de sus intérpretes. Una mayor precisión que elimine la penosa sensación de falta de acabado que inunda la obra de principio a fin. Y que acaba pesando sobre el principal activo de toda representación, como es la emoción.

Privadas de este acabado, las larguísimas escenas se hacen eternas, una vez que que la dispersión provoca mil puntos de fuga por donde escapa la emoción. Resulta muy difícil mantener a diez o doce personajes en escena, y que todos latan al unísono. Pero es imprescindible, si se quiere concentrar esta emoción, y evitar una pérdida de voltaje que lastra inevitablemente la significación, el ritmo y hasta su razón de ser, si me apuran.

Quizás se ha marrado en la elección del tono, demasiado humorístico, como apuntan algunos. Aunque a mí me parece que es más bien esta dispersión o ausencia de concentración, esos puntos de fuga, lo que pesa como una piedra en este montaje centrado en la vida de un manicomio.

De aquel montaje de Bielski de hace quince años, con el gran actor cómico Pablo Chiapella también como protagonista, recordaba yo la impecable irrupción en tropel de los enfermos en el gran salón del centro; hoy lamentablemente amputada.

Sin embargo, más allá de esto, y finalizando con las cosas buenas, que también las tiene, como su acertadísima escenificación del tramo final de la obra – esa luz intermitente sobre el personaje protagonista; emocionante sin duda –, o la materialización de la decisión final del indio – personaje, por cierto, que representa uno de los mayores aciertos de la novela primigenia, ¡un indio en un psiquiátrico! –, hay que insistir, digo, en los puntos fuertes de la obra que ofrece el teatro madrileño.

Y es que, aunque hoy a nadie se interne, el personaje de McMurphy, y la vitalidad que atesora, siguen constituyendo un buen antídoto contra el convencionalismo, y una buena invitación a no darse por vencido, al menos sin ofrecer resistencia.

Teatro Fernán Gómez.

Hasta el 4 de noviembre.

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