‘El precio’: Inagotable Miller

26/10/2018

Luis M. del Amo. Silvia Munt dirige uno de los platos fuertes de la temporada teatral en el Pavón Kamikaze.

Uno desearía pasar media vida contemplando el intercambio de golpes que se propinan los protagonistas de El Precio, en la sólida versión sobre la obra de Arthur Miller que ha dirigido la también actriz Silvia Munt, uno de los platos fuertes de la actual cartelera teatral, que podrá verse hasta enero en el Teatro Pavón Kamikaze de Madrid.

No solo por la honda exploración del alma humana de un texto que nos obliga a cambiar de perspectiva a cada instante, sino también por la estupenda encarnación que prestan a esa partitura los actores Tristán Ulloa, Gonzalo de Castro, Eduardo Blanco y Elisabet Gelabert; muy finos todos ellos en la recreación del miller.

Todo es bueno en este El precio. O casi todo. Para empezar su escritura, en dos actos, armada por el dramaturgo estadounidense en línea con sus temas predilectos, como son la familia, el poder, los ideales y el dinero, y la tensión en suma que todos esos  elementos originan cuando las personas deben elegir qué peso tendrá cada uno de ellos en sus vidas.

La obra, entregada veinte años después de Muerte de un viajante, se centra en el momento privilegiado en que dos hermanos, Victor y Waltar, separados tras la ruina de su padre, se vuelven a encontrar, casi veinte años después, cuando ambos examinan si tomaron las decisiones correctas.

Será en ese momento, al liquidar los restos de la casa familiar, cuando Miller aplica el fonendoscopio, para escuchar los latidos de Victor, Walter -los dos hermanos-, Esther -la mujer del primero- y un cuarto personaje, Gregory Solomon, el viejo judio encargado de fijar un precio a los vestigios del pasado familiar.

Combates de interés renovado

La primera escena apunta ya la excepcional calidad del dramaturgo, quien con las palabras más sencillas, examina al matrimonio, en una presentación magistral, que anonada al espectador, y le abre la expectativa de que se encuentra ante una obra gigante, como luego se confirmará.

Merece la pena esperar mientras se vadea una segunda parte, la irrupción del vendedor, que no siempre acierta a mantener el interés. Sin embargo, la aparición del hermano en el segundo acto da paso al festín, la pelea de los hermanos.

Aquí, a Miller le basta con cambiar de punto de vista para que el espectador comprenda al instante las razones que mueven a cada una de sus criaturas. Y no hablo solo de las de los dos hermanos, cuyo combate dura y dura sin perder su interés ni un segundo, sino también las de Esther, el personaje femenino cuyas líneas logran pasmar  al espectador con su sencillez y hondura. “¿Cuándo comenzaré a creer en lo que veo?”, se pregunta.

Los hermanos emprenden aquí un duelo verbal que ofrece la impresión de poder prolongarse eternamente, renovándose a cada paso, aumentando su intensidad y su calado a cada nueva línea, desplegando ante nuestros ojos un espectáculo primoroso e iridiscente. Inagotable.

Una bendición, en suma, que viene servida además dentro de una adecuada y sugerente escenografía, diseñada por Enric Planas, y bañada en la luz de Kiko Planas, donde se integran además, como un guante, las fotos en blanco y negro que nos  sitúan la obra, siempre viva, ahondando en el alma humana a cada paso (siempre que lo permitan los molestos teléfonos móviles de algunos espectadores).

Un diez. No se la pierdan.

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