La princesa del pueblo

15/07/2011

diarioabierto.es.

De vez en cuando enciendo la tele y me convenzo de que no pertenezco al mismo país que esta gente, ni siquiera al mismo mundo, y mucho menos a la misma especie. Los veo gritando con la boca llena, sin parar de comer en todo lo que dura su programa, enseñando los trozos del bocadillo de mortadela entre los dientes salidos, mientras airean unas intimidades pobres y vulgares –porque ellos son también pobres y vulgares, son la hez de la hez de nuestra sociedad, son su excremento- mientras alardean de una más que imaginada profesionalidad mediática. A su alrededor hay unas gradas pobladas por un público que también procede y alardea del mismo fango que ellos –la ignorancia supina, convertida en orgullo de su propia carencia por la osadía del desconocimiento- que jalea cada uno de sus desatinos, sus insultos, sus vísceras verbales destruyendo varias promociones de planes de estudio seguramente imperfectos, pero también impotentes ante el tremendo encono de esta zafiedad televisiva convertida en consigna social. Todos sabemos perfectamente quiénes son, y también dónde están.

De vez en cuando enciendo la tele, muy de tarde en tarde, y sueño con topar con otras cosas. No es que uno espere que la televisión deje de ser lo que es; pero esta perfección de la inmundicia orgullosa de serlo, y además en horarios infantiles, para quienes creemos a pie juntillas en las consignas de la educación y su poder redentor para los pueblos, es una patada en el estómago. Cuando escucho a ese ser decir que ella es “la princesa del pueblo”, pienso si se refiere a la población humana. Porque, si es así, ningún pueblo con algo de instrucción querría una princesa como ella. Decir que ella es “la princesa del pueblo” equivale a esperar, de cualquier pueblo, lo peor de sí mismo.

De vez en cuando enciendo la tele y casi siempre me digo que es mejor apagarla. Sin embargo, el daño ya está hecho, y hay por ahí varias generaciones muy recientes que confundirán en sus juicios la democracia con la desvergüenza, la igualdad con el analfabetismo más supino, la libertad con el esputo público. No, el pueblo que soñó Miguel Hernández, y antes que él la Institución Libre de Enseñanza, y antes que ellos la Revolución Francesa con Rousseau a la cabeza, con o sin princesas de por medio, de ninguna manera se trataba de esta mierda.

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