¿Son españoles los separatistas catalanes?

15/03/2019

Teodoro Millán.

Una cuestión flota en el ambiente como el elefante famoso que la gente intuye sin querer reconocer. Los independentistas catalanes persiguen abiertamente la segregación de una parte del territorio nacional y, por tanto, una nacionalidad distinta. Lo suelen hacer con tanto empeño que plantean un enfrentamiento abierto con España, de la que quieren independizarse porque dicen no ser españoles.

Por otro lado, partidos de corte nacional y opuestos al independentismo afirman que los catalanes son españoles pero a la vez tratan a los partidos independentistas y a sus seguidores como excluidos políticos. Los marginan explícitamente de sus promesas de inclusismo y unidad de la nación. Los excluyen de posibles pactos o coaliciones para formar gobierno y los señalan como enemigos de España, a la que dicen que pretenden romper.

Es por tanto legítimo preguntarse si los independentistas son considerados españoles, o si no son aceptados o percibidos como tales. Tal vez se les llegue a considerar españoles en tránsito, pendientes bien de dejar algún día de serlo o de renunciar a su pretensiones de segregación. En el mejor de los casos, se les cuelga el sambenito de ser españoles a desgana, tanto por su propia parte como por aquellos partidos más enfrentados con sus objetivos.

Que esto es así, al menos desde el propio punto de vista de los afectados, queda claro en sus planeamientos y en sus demandas; quieren sentarse a negociar con el Estado con un solo tema en la agenda; cómo ejecutar el Catxit. Plantear un referéndum legal es meramente instrumental, porque si se lograse el reconocimiento de un derecho de autodeterminación se abriría la puerta a que antes o después se pudiese alcanzar la independencia.

Pero el mayor obstáculo de ese camino es que la comunidad internacional solo reconoce tal derecho en situaciones de colonialismo. Lo cual lleva a convertir en pieza clave de la estrategia independista el acogerse, o asemejarse lo más posible, a una figura de colonia ocupada.

Entonces, a quien mayor problema puede plantear la pregunta por la españolidad de los independentistas es a aquellos partidos unionistas que son radicalmente beligerantes con el nacionalismo. Porque en la medida en que señalen a los independentistas como anti-españoles, y los traten de excluir del juego político, estarán alimentando la narrativa que aquellos pretenden asumir al declararse no españoles sometidos a una autoridad ajena.

Abundando en esa línea, una aplicación de un 155 permanente, como algunos políticos reclaman, acabaría por producir una confusión de imágenes con lo que sería una ocupación. Posiblemente, el mejor de los mundos para el independentismo, que cerraría así el circulo de su argumentario político.

Es obligado tener cuidado con la fronteras, no solo geográficas sino dialécticas; abusar de la demonización del independentismo es una posible fuente de la hidra que acabe por devorar a sus opositores. Porque es en este sentido, en el que los intereses nacionalistas se ven alineados con los de los partidos unionistas que les desean excluir.

Tanto cierto es esto, que resulta plausible atribuir la negativa a apoyar los presupuestos de Sánchez, dejando caer su gobierno, al deseo de los separatistas catalanes de elevar el nivel de confrontación con el Estado. Porque facilitar la llegada de un gobierno que adopte posturas más radicales y ponga de manifiesto el enfrentamiento, podría enfatizar la negación de la españolidad de los catalanes. Algo elocuentemente expresado al acusarles de querer romper España y ser, por tanto, enemigos de la patria. Un enemigo emboscado, que es el más peligroso, y al que resultará imposible considerar español a la vez que enemigo.

El camino elegido por Rajoy fue muy distinto. Ejecutar un 155 exprés, como forma de forzar las elecciones inmediatas que Puigdemont se negó a convocar, y que respetó el libre juego democrático y se abstuvo de excluir a los líderes independentistas del tablero del legítimo juego político. En esto ha existido continuidad de planteamientos en el gobierno de Sánchez, que apoyó el 155 de Rajoy y aceptó, como ha sido tradicional, a los partidos independentistas en el juego de coaliciones parlamentarias. Y aunque donde Rajoy aprobó sus presupuestos con el apoyo de los nacionalistas vascos, Sánchez no logró el de los catalanes, ambos daban por legitimo el apoyo parlamentario independentista.

Algo ha cambiado fundamentalmente en esa situación desde la moción de censura a Rajoy. Los partidos de centro derecha están repetidamente deslegitimando a los partidos independentistas y estableciendo cordones  sanitarios que excluyan a los independentistas del juego parlamentario. Un camino sin precedentes, de incierto futuro y posibles consecuencias perversas, del que varios políticos hacen el eje de las próximas elecciones generales.

Es necesario tomar partido, o al menos conciencia, de las implicaciones últimas de la postura a adoptar frente a la pregunta formulada; o los independentistas son considerados españoles, y deben por ello ser aceptados en el juego político nacional -puesto que la ley de partidos legitima su existencia y sus fines de modificación de la constitución- o se les deja de considerar españoles, en cuyo caso habrá que atenerse a las consecuencias.

Axel Honneth, director del mítico Instituto de Investigación Social de Frankfurt y líder de lo que queda de la escuela crítica, enunció que las reclamaciones de redistribución de la riqueza, propias de la primera parte del siglo XX, fueron reemplazadas por exigencias de reconocimiento social de colectivos marginados o reprimidos. El derecho a la autodeterminación hubiese podido encajar bien en aquellas tendencias reivindicativas. Pero parece que, tras la gran crisis económica de este siglo, se ha iniciado una regresión en que un nuevo populismo pretende relegar los logros sociales alcanzados y volver a primar los objetivos económicos, tras los largos años de perdidas de poder adquisitivo y de empleo. El lema de Trump, me first en lo económico, platea una gran coalición nacional que deja poco lugar para atender los nacionalismos de orden parcial.

No deja de ser entonces llamativo cómo el independentismo catalán aspira al reconocimiento de un derecho de autodeterminación a contrapelo de estas nuevas tendencias. Resulta por tanto difícil augurarle, en esta nueva situación de reclamaciones populares, un brillante futuro. A no ser que su exclusión acabe por dotarle de los mimbres que persigue.

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