El primer deseo

08/04/2019

Luis Sánchez-Merlo. El cineasta de Calzada de Calatrava, quizás el director español más importante de las últimas décadas, se encara en su última película con su propio pasado, enredado en una madeja de enigmas y amarguras.

(A tu vera / A tu vera, siempre a la verita tuya / Siempre a la verita tuya / Hasta que de pena me muera…)

La película irrumpe con el desmayo que le provoca el descubrimiento de su sexualidad y la espléndida escena en el río, con su madre y las vecinas haciendo la colada y tendiendo las sábanas al sol. Mientras, el niño Salvador juega con los peces jaboneros, sin despegarse de las faldas de su madre, la bellísima y ardiente Penélope Cruz, en zapatillas, mientras canta A tu vera, a dúo con Rosalía.

A partir de ahí, Banderas da vida a un director de cine, Salvador Mallo, un realizador sin nada que contar, arratonado por las dolencias de la espalda y las neuralgias, la tinnitus (pérdida de audición) y la fotofobia y, traumatizado por fantasmas del pasado, decide hacer un repaso de sus primeros éxitos, los que le transportaron de la movida madrileña a los grandes certámenes. 

Almodóvar descarga, una tras otra, sus angustias. Pero esto necesita una explicación y el director español lo cuenta así: «Yo he estado en todos los caminos donde está el protagonista, pero no los he recorrido hasta el final. Unos los he hecho de otro modo, otros casi de manera similar…».

La narrativa discurre entre el luminoso recuerdo de su niñez, “algo de lo que decidí olvidarme cuando salí del pueblo», y el presente atestado de padecimientos, apenas atenuados por un cerro de medicinas.

Esta película es, posiblemente, el más personal de todos sus títulos, con un universo personal y reconocible que contiene elementos que han convertido al manchego en lo que es (de los 9,6 del presupuesto de la producción la película ha recibido del Estado un millón).

Con sus escatologías, consigue sacar de sus casillas a espectadores templados, pero cuando termina esta película uno se queda leyendo los créditos por si se le ha escapado algo y al bajar una escalera, balizada pero aventurada, hacia la puerta de salida, vuelven una y otra vez a las imágenes alegres del principio.

Ese piso burgués del Paseo de Rosales -atestado de cuadros- es “la casa de alguien maduro que va incorporando objetos a su vida”. El aparente abandono de su mundo es intencionado. Por eso me ha llamado la atención ver sobre una mesa el libro de Eric Vuillard, “El orden del día”, premio Goncourt 2017. Algunos lectores recordarán que hace algún tiempo aconsejé que se hicieran con esa obra.

Con poco margen para la improvisación, el artificio funciona a la perfección, alcanzando una excelencia difícil de superar, lo que convierte a la película en la más austera y contenida de la factoría Almodóvar.

Ausente en sus primeras obras, la figura materna ha ido haciéndose cada vez más explícita en el cine de Almodóvar. En ese viaje por su memoria, todo termina por volcarse en ella: «Yo con mi madre nunca hablé de mi sexualidad. No sé si no me atreví o no vi la necesidad, pero nunca lo hablé”.  Eso no es óbice para volver y volver al retrato permanente de Paquita Caballero, su madre, más presente que nunca. “No has sido un buen hijo” le dice al director en horas bajas.

En la Paterna de los años 60, donde emigró con sus padres en busca de prosperidad, hay detalles de su infancia, como los cromos que coleccionaba -con estrellas de Hollywood- que venían con el chocolate.

La casa-cueva (vestigio musulmán) sirve para la contextualización social de su familia y el lugar donde comienza su despertar vital. Con una madre embargada por la ansiedad y un padre apenas presente, recrea un mundo donde el agua se acarreaba en baldes, se cosía en una máquina Singer y se zurcían calcetines con un huevo.

En ese trasteo con la complejidad emocional, el manchego se pregunta -en voz alta- cómo es posible salir de una crisis que mezcla un manojo de sentimientos, presentes a lo largo de toda la película: el fracaso, el dolor, el tormento, la angustia…en definitiva, el suplicio existencial, apagado con el caballo que aun cocea.

Esta película, más equilibrada que otras, revela que fue guionista antes que director y quizás fuera más feliz como escritor que como realizador. Eso lo sabe él mejor que nadie. Lo cierto es que es un buen cronista de una realidad muy suya.

Con estos retazos, ha construido el relato de un director de cine, protagonista de una película, en la que insiste sobre traumas infantiles. Con el resultado de que en ella hay mucho dolor y poca gloria. Banderas no sonríe más que muy levemente. Quizás se pueda explicar porque el dolor físico cuando se aparea con el moral, produce efectos ruinosos.

Hasta que encuentra la terapia en la escritura, como respuesta a su ocaso existencial, por el vacío que siente ante la imposibilidad de seguir rodando.

(“El primer deseo” es el título con el que Salvador Mallo se embarca en un nuevo proyecto con el que decide retomar su carrera cinematográfica).

Luis S. Merlo

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