‘Copenhague’, Fisión emocional

04/06/2019

Luis M. del Amo. Gutiérrez Caba e Hipólito especulan sobre ciencia y moral bajo la batuta de Tolcachir.

Copenhague, la obra de Michael Frayn, un escritor, guionista y dramaturgo británico, autor de la celebrada comedia Qué ruina de función (Noises Off!), expone el conflicto entre dos de los padres de la física atómica, Niels Bohr y Werner Heisenberg, dos científicos, maestro y alumno, enfrentados durante la Segunda Guerra Mundial, a raíz de una entrevista entre ambos que pudo cambiar el curso del conflicto.

Los dos físicos, interpretados por Emilio Gutiérrez Caba y Carlos Hipólito, bajo la dirección de Claudio Tolcachir, tras trabar amistad y estrechar lazos profesionales en el período de entreguerras, habrían de encontrarse de nuevo en 1941, en el domicilio del danés, en un Copenhague invadido por los alemanes, durante una entrevista que puso fin a su amistad, y sobre cuyo contenido fabula la obra de Frayn.

Un drama que echa adelante y atrás en el tiempo, para abordar, con la excusa de la ciencia, asuntos como la derrota, los límites del conocimiento, la responsabilidad moral, el papel de los errores y el imperio de la subjetividad. Y donde también interviene, a modo de puente entre los científicos y el espectador, un tercer personaje: Margrethe Bohr, la mujer de Niels Bohr, al que da vida la actriz Malena Gutiérrez.

Una estructura fragmentada que aborda, sucesivamente, varias hipótesis sobre el contenido de la entrevista. Y donde brilla especialmente la reflexión de que quizás fue Heisenberg el verdadero héroe de esta historia, negando a Hitler la posibilidad de una bomba nuclear.

Un cúmulo de acontecimientos y reflexiones que exigen al espectador una buena dosis de atención a fin de seguir los vericuetos de una trama construida sobre los recelos surgidos entre los dos científicos – uno danés, el otro alemán – a raíz de la guerra. Y donde cobra especial importancia la reflexión moral sobre el alcance de la ciencia, pero también los límites del conocimiento, ligados al descubrimiento del principio de incertidumbre debido al sabio alemán.

Y que se plasma en una puesta en escena quizás no demasiado inspirada, debido a una articulación naturalista – personificada en la casa del danés, o su decorado – donde quizás no debiera haber habido otra cosa que, al igual que ese sendero de piedras – que vemos tan bien, porque solo lo imaginamos – tres actores, aguijoneándose con sus réplicas y contrarréplicas, en la desnudez de un escenario, sin nada más que sus cuerpos y palabras.

Pero que, con todo, ofrece al final una inmensa gratificación cuando al concluir la función, y después de esa hora y media de idas y venidas, alcanza a liberar, como una explosión nuclear, toda la tensión acumulada durante esos noventa minutos de andanadas bien dirigidas por magníficos actores, para tejer con cuatro frases una breve y emocionante reivindicación de la vida, que estalla ante los ojos llorosos de los espectadores, con atómica conmoción.

Un final que pide a gritos, por cierto, apagar la luz, hacer mutis, y tras cinco minutos, volver al escenario para recibir, ahora sí, cuando el espectador haya digerido ya lo que acaba de ver, el agradecimiento del público, en un aplauso atronador.

Hasta el 14 de julio (prorrogada) en el Teatro de la Abadía.

Recomendable.

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