Pedro Sánchez es un amante del riesgo y la historia demuestra que le gusta jugárselo todo al todo o nada. Tras recuperar la secretaría general del PSOE tras su defenestración, luego un golpe de fortuna le llevó a la presidencia del Gobierno sin pedir ayuda a nadie.

Ahora vuelve a intentar lo imposible, o sea que le invistan por la cara y después tener las manos libres para hacer lo que le convenga, no lo que prometió en su programa. Teme pactar con Podemos no fuera caso que ello le obligara a realizar tímidas posturas de izquierda, y apela al sentido de estado de populares y ciudadanos para que permitan su investidura a cambio, aparentemente, de nada.

No parece que su órdago le salga bien en esta ocasión como tampoco salió airoso del debate de los presupuestos. No teme unas nuevas elecciones una vez que las encuestas le dan un nuevo subidón, pero estas mismas encuestas dibujan un mapa muy parecido al actual, con lo que tampoco se resolvería el problema. Además hay que tener en cuenta el hartazgo de los votantes que ya parece que hacen vida en los colegios electorales.

España es un país plural y las urnas confirman esta pluralidad. Es una situación normal en democracia donde las mayorías absolutas se reservan para momentos excepcionales (y con resultados normalmente poco satisfactorios para los ciudadanos). Por ello el abc de la democracia es que con los resultados en la mano se hagan números, se busquen aliados y se configuren mayorías. Ello implica que unos y otros cedan y, de acuerdo con la voluntad popular, se pacte un programa de gobierno y el reparto de cuotas de poder. Lo que no es de recibo es que con 123 diputados se pretenda gobernar – por muy fragmentado que esté el Congreso – como si tuviera mayoría absoluta.

Su discurso de “o yo o el caos” parece que ya no cuela aunque a los socialistas les cueste digerirlo.