Niños emperadores y manadas, ¿qué pasa con la educación de nuestros hijos?

17/07/2019

Alfredo Álvarez.

Hace pocas semanas, una colega de departamento en la Universidad contaba, entre sorprendida y estupefacta, cómo la madre de una estudiante del cuarto curso del grado le había colgado el teléfono, de muy malos modos, ante la preocupación de la profesora porque la estudiante en cuestión no contestaba a los correos que le enviaba en su calidad de tutora del Trabajo de Fin de Grado.

Este lamentable episodio me ha sugerido algunas reflexiones sobre nuestros jóvenes y lo que veo día a día en las aulas. Por supuesto, la actuación de la estudiante y su familia no es algo frecuente, pero sí lo son los comentarios de la práctica totalidad de colegas acerca de la (escasa) madurez de esos chicos y esas chicas que en muy poco tiempo tendrán responsabilidades laborales, personales y sociales. Que son menos maduros que generaciones anteriores, a la misma edad, ya lo vienen señalando los psicólogos. De hecho, desde hace años se ha ido abriendo paso el concepto de postadolescencia para referirse a ese tramo, más o menos entre 17 y 25 años, en el que, hasta hace un par de décadas, se entraba en el mundo del trabajo con todas las consecuencias. Hoy, desafortunadamente, lo que tenemos son unos jóvenes, en su mayoría asustadizos, que pueden incluso echarse a llorar si se les pregunta algo tan sencillo como qué esperan del futuro (algo que, desafortunadamente, he tenido ocasión de vivir en la propia Universidad).

Al mismo tiempo, se observan entre ellos algunas características que han motivado que se les conozca como la generación copo de nieve (snowflake) y que los representa como jóvenes frágiles emocionalmente, hipersensibles, incapaces de aceptar la frustración, autoritarios, propensos a ofenderse sin motivo… Son sin duda los mismos que en otro tiempo ocuparon (y aún ocupan en muchos casos) el centro de atención de la familia, que han crecido en un entorno de hiperprotección, y que viven, no pocas veces, bajo los efectos del síndrome del emperador, lo que motiva un comportamiento de gran intransigencia. Esto es de sobra conocido por los juzgados de menores que, con frecuencia, tienen que ocuparse de casos de agresiones de menores a sus progenitores. Y, sin embargo, son los nietos del estado del bienestar que, por desgracia, ignoran que la vida es un ejercicio duro, lleno de problemas, que no es un juego en el que siempre se gana, que la opción del comodín de papá o de mamá no se puede usar todos los días y que, en definitiva, tienen que salir del cascarón si quieren hacerse una vida. Desconocen igualmente que las generaciones de sus padres y de sus abuelos no crecieron entre algodones, lo que ha motivado que tengan una noción bastante precisa de lo que significa esforzarse para conseguir los objetivos, luchar contra las adversidades, reconocer que la vida es un ejercicio cargado de injusticias.

Pero, ¿son ellos los únicos responsables? A todas luces, no. Los padres y las madres hemos de reconocer, con toda la humildad de la que seamos capaces, que nuestros vástagos son el fruto de una educación (que, por cierto, en otros aspectos, ha sido realmente eficaz) realizada desde una óptica excesivamente proteccionista. Albert Camus escribió que cada generación se considera destinada a cambiar el mundo. Algunas lo han tenido mucho más duro que esta. Baste citar, por ejemplo, la que se encontró una España devastada al final de los años 30 y principios de los 40 del siglo pasado, o la que en los 60 tuvo que emigrar en unas condiciones lamentables cultural, económica y personalmente. O incluso la que padeció el encadenamiento interminable de contratos temporales, en los 80, y que raramente tuvo un trabajo fijo.

Quienes vamos por delante hemos de aceptar que algo se ha hecho mal cuando se han propagado las llamadas manadas, que no son otra cosa que la quintaesencia de la brutalidad y el primitivismo, que permite a unos jóvenes usar a mujeres para satisfacerse y, después, dejarlas tiradas como si fueran basura. En España, hasta el momento, hay al menos 104 agresiones sexuales múltiples solo desde 2016[1], lo que equivale a más de 2 agresiones por cada capital de provincia, por poner una comparación burda. Y no estamos hablando de chicos en situación de vulnerabilidad, ni pertenecientes a clases necesariamente desfavorecidas. A pesar de que se trata claramente de un problema de la sociedad en su conjunto, de momento únicamente los jueces tranquilizan la conciencia colectiva ocupándose de ellos pero, claramente, la solución no está solo en el poder judicial, aunque nadie ha dado un paso adelante para señalar un camino por el que transitar.

Este fenómeno es ahora nuestro Mr. Hyde particular, nuestro demonio social interior que debería hacernos reflexionar sobre nuestras responsabilidades como sociedad, porque esos jóvenes no vienen de Marte, han nacido, crecido y vivido entre nosotros y ha sido nuestra sociedad, además de sus familias y la escuela, la que los ha educado. No nos queda otra que reconocerlo y, sobre todo, por duro que sea, aceptar que en algo nos habremos equivocado.

[1] El Confidencial (08/07/2019).

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