La hegemonía de la intolerancia progre

18/07/2019

Carmela Díaz.

¿Quiénes son los intolerantes contemporáneos? En estos días triunfan las dictaduras ideológicas que aplastan a las voces discordantes hasta convertirlas en apestadas, en vencidas. Acosar al que piensa diferente. Respetar únicamente al clónico. Admitir lo que interesa. Hostigar al adversario. Penalizar al disconforme. Estadistas devaluados a la categoría de títeres e intelectos menguantes aupados como redentores. El debate de altura y la política tradicional quedan supeditados a la imposición de dogmas globales y al enaltecimiento de un sectarismo excluyente.

La crispación, el alboroto callejero y la provocación se han posicionado como única forma efectiva de hacer política: gritos, insultos, conflictos, amenazas y escraches. Unas cuantas siglas se han retroalimentado y sobrevivido gracias a esta fórmula. La búsqueda de titulares, prime time, portadas y la conquista del trending topic como estrategia capital ahora conviven con la apropiación de movimientos que representan (o representaban) el sentir de muchos ciudadanos desvinculados de cualquier ideología.

Sentimientos, sensibilidades y justas reivindicaciones de antaño han quedado despojadas de la genuina y legítima esencia que los originó. Cada vez importan menos los derechos de determinados colectivos porque sus demandas están siendo manipuladas con fines partidistas y lobistas de idearios muy concretos cuyo objetivo final es adoctrinar e imponer una interpretación sesgada de la realidad: su visión. Se está diseñando una nueva moralidad a la carta, una presunta superioridad ética de laboratorio elaborada con propagandas, posverdades, desinformaciones y argumentos artificiosos. Anteponiendo el buenismo (encubierto) y exponiendo un catálogo de prejuicios grupales son denostadas otras creencias: el respeto del bienestar colectivo y hasta de las libertades individuales parece quedar relegado a un segundo plano.

El progresismo está patrimonializando determinados movimientos legítimos hasta desnaturalizarlos: un feminismo doctrinario, la supremacía de género, el credo LGTBI… Estas corrientes cada vez se alejan más de su razón de ser porque han evolucionado hasta convertirse en un negocio alimentado por las subvenciones, glorificado por la autocomplacencia de las masas gregarias y cimentado sobre una supuesta preeminencia deontológica: la sociedad ha de quedar fraccionada entre buenos (los míos) y malos (los otros). Estos últimos acrecientan las abultadas listas que compilan el “fascismo” actual, integrado por esos “impostores” que disienten o cuestionan aquello que algunos han decidido implantar como correcto e incontestable.

Ejercer hoy en día como crítico e inconformista requiere un temple de acero y una gruesa piel de elefante. Mantener una independencia de criterio frente al rodillo mediático exige fortaleza intelectual y férreas convicciones personales. No plegarse ante los desafíos de las doctrinas blandas que adiestran a una sociedad excesivamente moldeada, comienza a convertirse en una tarea solo al alcance de titanes.

 Carmela Díaz

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