Liderazgo de izquierdas, liderazgo de derechas y bloqueo gubernamental

30/07/2019

Teodoro Millán.

Para entender la situación de impasse en que se haya el proceso de investidura, es necesario fijarse en las razones que impiden a los partidos la formación de coaliciones, activas o pasivas, mayoritarias.

Al margen de las múltiples explicaciones que copan las columnas de opinión, basadas en el postureo, los juegos mediáticos y los voluntarismos partidistas, es útil reparar en cómo el mismo fenómeno se repite entre los partidos de derechas y los de izquierdas. El fondo de la cuestión tiene que ver, más que nada, con el hecho de que nadie quiere acabar haciendo de tonto útil, facilitando la investidura, por miedo a que eso repercuta en contra suya, o en beneficio de sus competidores, y le impida capitalizar sus políticas a corto plazo.

Para los partidos de la derecha, facilitar la investidura pondría en riesgo la competición en marcha por liderar la oposición, algo que tanto el PP como Cs reclaman para su formación. De ahí que, aunque exista consenso en la necesidad de formar gobierno cuanto antes, ambos insistan en que sea otro el que facilite el proceso. Con ello, se reservarían el papel de líder impoluto, legitimado para criticar no solo al gobierno sino a quien facilitase su formación, como corresponsable del mismo; una postura de ventaja que nadie desea ceder gratuitamente a sus competidores.

Es más, si quien facilitase la  investidura fuese la izquierda  o el nacionalismo radical, miel sobre hojuelas; quedaría servidas las tesis para ejercer la oposición.

Algunas propuestas plantean que la investidura pueda condicionarse a limitaciones de las actuaciones del futuro gobierno. Pero, desgraciadamente, resulta imposible un nivel de exigencias tan alto como para asegurar que no queden agujeros por los que se cuelen actuaciones del gobierno que lleguen a salpicar al partido que lo posibilite. Y, además, ninguna condición eximiría a quién lo hiciese de quedar marcado como colaborador necesario del gobierno; un reconocimiento poco atractivo, dado el fuego sin tregua que se anticipa en la nueva legislatura.

Por todo ello, facilitar el gobierno acarrea un riesgo cierto de renuncia a liderar la oposición, a cambio de una remota posibilidad de apropiarse de los beneficios de haber servido para desbloquear la situación.

De igual forma, en la izquierda está en litigio el arrogarse la autoría de las políticas progresistas que pueda llegar a implementarse. Como ya han confesado los responsable de la fallida negociación del PSOE con Unidas Podemos, no ha sido posible un reparto aceptable  de áreas de responsabilidad de un hipotético gobierno concertado, justamente por la pugna por la adjudicación de los tantos de las políticas progresistas, algo vital para los radicales, en fase deflacionaria, como también para la consolidación del nuevo PSOE, que arrastra un carro de promesas pendientes de implementar.

Esta incapacidad para hallar el camino hacia la formación de gobierno, tanto por la derecha como por la izquierda, puede suscitar críticas de la estrategia seguida por los partidos, así como por la posible torpeza en la negociación de acuerdos que no han llegado a fructificar. Pero no por ello deja de ser legítimo que cada cual vele por sus intereses en la forma que mejor considere y que estos se definan internamente sin otros condicionantes externos. No cabe entonces señalar equivocación en la elección de objetivos y prioridades, una cuestión más privada que pública, y sí, en cambio, recordar que, en política, inmolarse en pro del bien común puede traer la gloria, pero no necesariamente la victoria.

Así las cosas, en ambos bandos se reproduce igual situación, una variante del conocido dilema del prisionero, que describe cómo, al tratar de eludir males individuales, los agentes puede impedir que se alcance el bien común. Es sabido que de tales paradojas solo se escapa mediante políticas concertadas, en que nadie haya de asumir el riesgo de acabar siendo el tonto útil que se inmola en beneficio de todos.

Porque tal es el miedo a hacer de chivo expiatorio en el proceso de investidura que se ha generado un bloqueo institucional. Una desgraciada situación, atribuible, antes que a nadie, a las deficiencias del sistema, que no aporta soluciones para el caso de que, no habiendo mayoría electoral, tampoco se logre alcanzar una mayoría parlamentaria.

Lo que se impone entonces, más que forzar actuaciones no deseadas en los partidos, es una acción concertada para superar la situación ejemplificada en el dilema del prisionero. Algo factible si los partidos de un bloque, de otro, o de la totalidad del espectro, acordasen actuar de forma coordinada, de forma que no haya un adelantado solitario y todos, o los de un mismo bloque, queden igualmente comprometidos con la formación de gobierno.

Pero ante las declaraciones del PSOE de dar por terminada la negociación con la izquierda, solo queda la alternativa de una iniciativa de tal tipo en la derecha, logrando que tanto el PP como Cs faciliten conjuntamente la formación del gobierno socialista, con o sin condiciones (algo que forma parte de la táctica más que de la estrategia).

Aunque lo más apremiante en esta situación sea resolver el escollo coyuntural, lo más importante es, sin duda, corregir  las carencias del sistema. Porque el mismo bloqueo puede reproducirse bajo muchos formatos distintos en el futuro, y debe buscarse una solución que lo impida, ya que esa deficiencia implica altos costes de diverso tipo, que podrían llegar a ser de gran calado en situaciones más adversas.

Se precisa, por tanto, una reforma que dote a la ley electoral de los mecanismos de que disponen otros países más rodados, para formar gobierno en ausencia de mayorías absolutas. Es más, en nuestro caso, las listas cerradas y su subproducto, la disciplina de voto, hacen inviable el fraccionamiento del voto en cada partido, lo que descarta soluciones intermedias que podrían hacer de válvula de escape.

Hasta la moción de censura del año pasado, siempre ha gobernado en esta etapa democrática la lista más votada. Aunque para ello haya sido necesario transformar los resultados electorales en mayorías parlamentarias, mediante negociaciones forzadas, sin que nada garantice que eso sea siempre posible -como en el presente- o que no genere confesables o inconfesables mercadeos de apoyos, en las antípodas de la conciencia democrática -como en el pasado-. Con ese bagaje histórico, o bien se decreta que sea la lista más votada la que forme gobierno, o se establece un sistema de segunda vuelta restringido a los mejores resultados de la primera. Porque no hay que perder de vista que la ausencia de mayoría absoluta exigirá que cada iniciativa legislativa haya de ser negociada. Por tanto, formar gobierno no es lograr un cheque en blanco y gobernar sin mayorías tampoco es hacerlo sin control.

Desgraciadamente, como suele ser la norma, la necesidad de la reforma resulta más acuciante cuando más complicado es acometerla. Una pobre herencia que podría haber sido anticipada y resuelta cuando el bipartidismo campaba a sus anchas y hubiese sido fácil alcanzar consensos.

Ahora toca asumir los costes de las deficiencias del sistema, que son altos, y esperar, con los dedos cruzados, que se establezca el diálogo necesario entre partidos para que la coordinación de su voto permita eliminar los miedos que la actuación individual suscita. Porque nada asegura que repetir la consulta electoral resuelva el bloqueo actual.

Ello exigiría superar la autolimitación impuesta en Cs de no apoyar un gobierno socialista. Una autolimitación que se ha demostrado perversa ante la actual situación y que está teniendo un alto coste, primero para el propio partido, trufado de dimisiones, y también para el país, que podría estar en pleno funcionamiento con un gobierno de centro izquierda, con una solidez envidiable en nuestro entorno más próximo.

Afortunadamente, Cs ya ha explicado cómo es posible formar consensos tripartitos de gobierno sin sentirse copartícipe de un tercero. Se trata, entonces, de extrapolar esa fórmula a una alianza con el PP para facilitar un gobierno del PSOE. Una razón más de optar por esta vía de actuación coordinada, en lugar de individual, que podría resultar más complicado racionalizar a la luz de aquel compromiso.

Ello daría una imagen clara de madurez política y permitiría acometer, como primer punto tras el desbloqueo, la reforma necesaria del sistema. Sin duda, ambas cosas sería recibidas con aprobación general por los sufrientes votantes que, confusos, contemplan la frustración del sistema, mientras el ruido mediático busca un chivo expiatorio sin reparar que este radica en las propias deficiencias del sistema.

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