Los miembros del Tribunal Constitucional, a los que llamamos “magistrados” cuando tendríamos que decir “tribunos” designados por las Cortes Generales (cuotas de partido) para velar por los derechos y garantías reconocidas en la Constitución, han arreado el penúltimo latigazo mortal al maltrecho cuerpo de los derechos sociales. Su resolución del 29 de octubre consagra la legalidad del despido de los empleados que falten al trabajo 10 o más días en dos meses, aunque estén de baja médica, siempre que no sufran cáncer (no especifican si “terminal”) u otra enfermedad “grave”. Quiere decirse que los empleados de la contrata de la limpieza del Constitucional no deben agarrar una gripe con lumbalgia añadida, sufrir distrofias musculares, fibromialgias, arritmias ni, mucho menos, dislocarse un brazo con las cestas de papeles del tribuno Andrés Ollero, exdiputado del PP y ponente de la sentencia. Y si apañan una de esas dolencias y solicitan la baja médica para restablecerse, ya saben a qué se arriesgan.
Tres años han tardado los tribunos (4 han votado en contra) en producir una sentencia que niega el derecho humano a la salud (si eres un currante) y eleva la “libertad de empresa” (interés del empresario, para ser exactos) y la “productividad” a la categoría de derecho fundamental. El mundo al revés, que diría Sancho Panza. Ya era sabido que el neoliberalismo campante como forma de gobierno del capitalismo reinante trataba a los humanos como mercancía o, si se prefiere, como la materia prima más barata y abundante que hay, pero desconocíamos que esos seres humanos (nosotros) que sufren, lloran y necesitan una enorme cantidad de cuidados desde su nacimiento no pudieran ponerse enfermos sin el riesgo de perder el empleo y, por consiguiente, de ver menguada su capacidad de vida, incluida la ingesta de calorías. Ahora lo sabemos y hemos de agradecer al alto Tribunal que nos enseñe la espada de Damocles y nos diga que sobrevivimos bajo amenaza.
Leo en el libro de Héctor Illueca y Manolo Monereo “España, un proyecto de liberación” (Editorial Viejo Topo) que la Constitución de 1978 definía nuestro modelo económico con un espíritu abierto, flexible y amplio, en el que la función social de la propiedad (artículo 33.2) o el sometimiento de la libertad de empresa a las exigencias de la planificación (artículo 38) eran compatibles con las distintas opciones ideológicas y permitían un amplio grado de pluralismo económico. Ni todo Estado ni todo mercado. Sin embargo, la doctrina de los tribunos del Constitucional ha ido devaluando los derechos sociales hasta negar incluso que se trate de “auténticos derechos subjetivos” (sentencias del 20 de febrero de 1989, 14 de febrero de 1991 y 12 de diciembre de 2007).
El primer latigazo de los tribunos data de cuando se declararon incompetentes para determinar las medidas concretas que corresponde adoptar al legislador en cumplimiento de la igualdad efectiva (entre mujeres y hombres) que establece el artículo 9.2 de la Constitución. Se vio claro que aquellos tipos, los tribunos, no se mojaban ni sentían frío o calor. Eran isotérmicos. O dicho de otro modo, les traían sin cuidado los abusos y las desigualdades laborales que sufrían (y sufren) las mujeres. ¿Cuánto habríamos avanzado si aquellos incompetentes declarados hubieran realizado su trabajo en 1986? Por si no sabíamos a quién servían, basta recordar su idéntico desprecio al principio de progresividad, contenido en el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, ratificado por España en 1977. Aquel pacto era una barrera frente a las medidas regresivas contra los derechos sociales. La Constitución lo refrendó. Pero luego el Constitucional sentenció que esos derechos conquistados con sangre, largas luchas y enormes sufrimientos podían quedar en suspenso por decreto.
La contribución del alto Tribunal al fracaso de la clausula del Estado social, consagrada en la Constitución, es impagable y ha sido prolija e inmisericorde. Pero resulta insuficiente para explicar la degradación de los derechos sociales y el aumento de las nuevas formas de explotación rampante y desnuda de derechos a las que asistimos. Los legisladores –políticos cómplices y complacientes con la reforma del artículo 135 de la Constitución– miran para otro lado, hablan de la “mochila austriaca” o, en el mejor de los casos, dicen que no pueden hacer nada y nos piden el voto. Mas sepan tribunos y trileros que las generaciones sin derechos ya no tienen nada que perder. Ustedes y sus amos sí.
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