Vota y calla. El despotismo partidario

20/11/2019

Hernando F. Calleja.

La primera sentencia sobre el caso de los ERE en Andalucía, sobre la que no esperen que me pronuncie porque faltan ciento cuarenta piezas separadas por dilucidar, pone de manifiesto varios horrores de nuestro sistema democrático que deberíamos pensar rápidamente en cómo impedirlos.

El primero y más importante, la disolución social que representa el hecho de que esa primera sentencia tienda a compararse con otras producidas por otros hechos completamente distintos, juzgados en otras instancias y con caracteres delictivos diferentes. Poner unas sentencias en un platillo de la báscula de la Justicia y otras en el otro platillo no sólo es absurdo, sino que evidencia un estigma social, la intención de absolver por empatía y condenar por odio, que son sentimientos que no se compadecen con la justicia y mucho menos en un sistema tan garantista como el de nuestra administración judicial.

El caso del que hablamos y todos los anteriores encuentran comprensión en la sociedad o, para ser más preciso, en segmentos sociales, grupos, estamentos, que ponen por delante de cualquier complejo ético su condición de favorecidos por el hecho punible (o en expectativa de serlo). Esa aceptación, que va por barrios, lo que muestra es una renuncia explícita y clamorosa a la condición de ciudadanos. A pesar de la dominante colectivista de nuestra democracia, cabría esperar que el ciudadano, el individuo, todavía se reservara un reducto inexpugnable de convicciones y principios que le distinguieran dentro de la grey. Son pocos y la mayoría de las veces renuncian a manifestarse porque la coactividad de la política institucional y las efectivas palancas del poder lo impiden.

Es evidente que en nuestro sistema, la delegación del ciudadano a los políticos para decidir y actuar en su nombre no tiene línea de retorno. Nuestro sistema aleja al ciudadano de las decisiones políticas y le impide exigir cuentas sobre las mismas. Vota y calla. Vuelve a votar y vuelve al silencio. Si yo hago mangas y capirotes con tu voto, no te cabe más reproche que dejar de votarme la próxima vez. Pero, para entonces, yo ya habré instrumentado adecuadamente y con dinero público, una nueva clientela que no me va a pedir cuentas porque recibe las migajas, a veces suculentas, del festín.

Es notorio que buena parte de este despotismo partidario se debe al sistema electoral con listas cerradas y bloqueadas, donde el representante venal (en lo material o en lo ideológico) se mueve con una crisálida protectora de acero, llamada comité electoral del partido, o sea, el líder y su camarilla. Después de llorar por la leche derramada por el otro y empapar la leche derramada por los nuestros, los políticos deberían dedicarse a subsanar ese déficit democrático, tanto en la cuestión de las listas como en la creación de oficinas para el votante, sea o no militante.

Otro complemento exigible, ya lo he postulado en otras ocasiones con un éxito perfectamente descriptible, es que en todas las instituciones se cree un mecanismo que vigile el cumplimiento de la norma emanante de ellas y se contraste su validez y eficacia. Hablando del Congreso, por ejemplo, cada comisión legislativa que estudie y dictamine un proyecto o proposición de ley, pasado un periodo, por ejemplo, un año, de su aprobación por el Pleno, revise si ha resuelto el asunto para el que fue adoptada la norma o si habría necesidad modificarla en el sentido conveniente o retirarla y sustituirla por otra. Este mismo mecanismo cabe en el ámbito de los parlamentos autonómicos, de los municipios y de las provincias. Esta medida, a buen seguro, hubiera impedido muchos de los casos de corrupción que tenemos que lamentar hoy.

En definitiva, se trata de que el ciudadano se rearme éticamente, sin padecer por ello y de que el sistema político establezca una conexión permanente con el ciudadano que restablezca la confianza social. Luego, unos harán mejor unas cosas y otros otras; unos harán cosas garrafales y otros excelsas. Pero el ciudadano no será sorprendido ni avasallado.

 

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