‘La fiesta del chivo’: Elegancia del símbolo

20/12/2019

Luis M. del Amo. Saura y Echanove triunfan en una brillante versión del retrato de un tirano de Vargas Llosa.

Supone esta La fiesta del chivo, la obra teatral construida a partir de la novela de Vargas Llosa que ha dirigido el prestigioso director cinematográfico Carlos Saura, un excelente ejemplo de las posibilidades del uso de la palabra en el teatro. Y es que todo conduce, en su puesta en escena, al momento culminante en que las palabras – tres palabras; tres insultos para más señas – toman el relevo del gesto, y trazan una atroz acción, dirigida así directa al más digno entendimiento del espectador. Algo infrecuente. Y plagado de consecuencias, como veremos.

La obra de Vargas Llosa traza un estupendo dibujo de las correrías de Trujillo, uno de los dictadores más despóticos y sanguinarios, que gobernó con mano de hierro la República Dominicana entre los años 1930 y 1961. Un retrato del poder y de la corrupción. Y de la utilización más arbitraria de las palancas del Estado, sin excluir por supuesto sus cloacas, y hasta las torturas más viles, en su afán por entorpecer toda oposición, y perpetuarse en el poder, rodeado de una siniestra corte de ruines aduladores, que componen un fresco de tipos humanos: desde el militar despiadado, hasta el ‘cerebrito’ que presta cauce legal a los desvaríos del sátrapa.

Una labor para la cual Saura se ha rodeado de un elenco de actores muy bragado, donde destaca el magnífico Juan Echanove, acompañado en esta ocasión de Lucía Quintana, Manuel Morón, Eduardo Velasco, Gabriel Barbisu y David Pinilla. Un experimentado reparto, que resuelve con acierto las exigencia de la dramatización de la novela del peruano. Y que hace brillar la adaptación de Natalio Grueso, que conserva dos tiempos narrativos cuya alternancia permite lanzar un juicio moral sobre las andanzas de Trujillo y su camarilla.

Y poco más, además de la palabra, la interpretación, y un puñado de proyecciones debidas al propio Saura que sitúan rápidamente la acción, combinadas con la luz de Felipe Ramos, así como unas cuantas fotografías que, junto a alguna canción, dan fe de la megalomanía del tirano.

Pero lo mejor, decíamos, es el festín de la palabra que se pone en escena, salido de la pluma de Vargas Llosa, pero magníficamente entendido por Saura y sus actores. Y que, después de discurrir por meandros plagados de locura y derroche, desemboca en una escena final que constituye el mejor ejemplo de esta dignificación de la palabra, cuando el tirano, en una escena de excepcional dificultad, danza con la muchacha, y la mano de Echanove, en lugar de caer en lo obsceno, bordea con precisión el territorio de la insinuación; mientras que, poco después, la palabra toma el relevo al cuerpo, y todo queda dicho con tres palabras, tres insultos, que resuenan en el teatro como tres aldabonazos, llenos de inteligencia y de honda comprensión del hecho teatral.

Una apuesta por la palabra que dota a los espectadores de elementos con los que juzgar al tirano, sin tener que recurrir a la excitación de bajos instintos, y evitando así ‘mimar’ más de la cuenta el lujurioso comportamiento del tirano.

Un final grande, magnífico, y que el público, que llenaba un frío martes de otoño el madrileño teatro Infanta Isabel, supo premiar con aplausos al final de la representación.

Un festín de la palabra.

No se la pierdan.

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