Poder e ingratitud

13/03/2020

Hernando F. Calleja.

Hace casi cuarenta años viví el poder político en proximidad. Una conjunción de circunstancias en las que influyó mucho el azar me llevó a rozar y a observar de cerca el ejercicio del poder político, aunque desde el insalvable distanciamiento de la falta de interés por emplearlo y mi escepticismo crónico.

Conocí la zozobra que la ambición de poder lleva a algunos espíritus. Supe de la transformación que provoca en algunos caracteres. Hube de disculpar algunas conductas torcidas, pero también vi, palpé y disfruté de actitudes y talantes que ensancharon mis horizontes a propósito de personas cuya mesura y prudencia me han servido de ejemplo.

La ambición de poder tiene grados que la Historia y la literatura se han encargado de enseñarnos. Macbeth encarna el grado diez (aunque otros, que asociaron la crueldad a la ambición los haga aún más odiosos). En el grado cero no faltan ejemplos, aunque no sean muy valorados y hayan pasado a veces por cobardes o desentendidos relojeros.

En estos tiempos, en un país normal, con un régimen político democrático, propendo a creer que quien desea el poder lo hace con un propósito benemérito, no para hacer el mal. La desviación del bien, sin embargo, se produce de inmediato, porque al poder se llega con un enorme fardo de compromisos, que exigen su retribución. ¿Siempre? Dejémoslo en casi siempre.

Paradójicamente, el ejercicio del poder, una vez que se han disipado los vapores sedosos del disfrute, se topa con la ingratitud, un sentimiento que corroe al poderoso, que se lamenta ¡con lo que yo he hecho por él! En épocas pretéritas, esto se arreglaba de un plumazo, el desagradecido acababa en la picota con un cartel de traidor al cuello y, más modernamente, en la cuneta de una carretera general.

En la minihistoria reciente de nuestro país empequeñecido, la ambición de poder de algunos ha sido plenamente colmada, ampliamente satisfecha, hipertróficamente retribuida y sensibleramente expresada con lagrimillas de telenovela. El disfrute ha sido inicialmente intenso, pero fugaz. Cuando los tiempos del virus pasen, su desencanto del poder será ya irreprimible. Todos sus delirios presupuestarios se van a ir en pócimas y ungüentos. La caja quedará exhausta y los del fardo de los compromisos apenas recibirán unas miguillas.

En estas crisis sanitarias (viví muy en directo la originada por la adulteración del aceite de consumo con colza desnaturalizada que produjo centenares de muertos y enfermos crónicos) no hay nadie del poder que se salve, porque cuando muere la gente a racimos no hay culpable difuso, quien ejerce el poder siempre es culpable.

Y los que hoy están en el poder, aunque se dejen la piel y se inmolen en buscar soluciones, están sentenciados. Y el resto de sus vidas se sentirán, justa o injustamente, cercados por el desagradecimiento.

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