El microbio del licenciado Vidriera

13/03/2020

Luis Díez.

¿Cómo podía sospechar el Licenciado Vidriera que cuatro siglos y un pico de gorrión después de que Miguel de Cervantes lo echara a rodar por este mundo (1613) había de encarnarse en millones de humanes de mírame y no me toques por recomendación de las autoridades a causa de un virus que, monárquico o no, llamamos “coronavirus”, se ha apoderado del poder y ha comenzado a regir nuestras vidas? El licenciado Tomás Rodaja es hoy Felipe VI el preparado, su esposa, el trabajador de la Seat, la profesora que va en el metro, el director general de servicios (los que sean), el ferretero, la cajera del supermercado. Licenciado Vidriera es el sabio, el ignorante, el alto, el bajo, el joven, el viejo, el musulmán, el judío, el rico, el pobre, la madre, el padre, los hijos, el rojo, el azul, el rosa, el morado, el naranja, el amarillo, el negro, el blanco. Tomás Rodaja somos todos. Rodaja de esa misma patata que es el mundo.

Al licenciado lo envenenaron con un hechizo desconocido, algo así como el coronavirus de origen ignoto. Le quebrantaron la salud hasta el punto de creerse de vidrio y evitar cualquier el contacto con los demás humanes. En tan delicada situación pasa dos años, quizá el tiempo que nos va a costar recuperarnos económicamente de la cuarentena que soportamos. Pero no crean que pierde el tiempo. Vidriera o Tomás Rodaja tiene desde pequeño un gran afán por aprender cosas (estudia leyes en Salamanca) y además de preocuparse de su integridad física, observa y estudia y cultiva ideas que le permiten dar respuesta a cuantas preguntas le formulan en la corte, donde, además adquiere una visión crítica de la sociedad y cultiva la sátira.

Puesto que la transmisión del coronavirus es igual, según los expertos, a la del virus de la gripe (ortomixovirus) y el resfriado común (rinovirus y coronavirus), conviene adoptar las precauciones del Licenciado Vidriera, aunque sin volverse loco. Ni muy juntos ni muy reunidos, como inmediatamente han decidido nuestros representantes parlamentarios. A seis pies (algo más de un metro) unos de otros. Y nada de tocar sin guantes donde hayan tocado otros. Por lo demás, la tasa y velocidad de transmisión de las infecciones víricas depende de factores como la densidad de población, el número de personas no inmunizadas (todos, en este caso), la calidad del sistema sanitario y el tiempo.

Del maldito microbio sólo sabemos que, como todos los virus malignos, se aloja en nuestras células y las destruye con una eficiencia que puede acarrearnos la muerte. Invisible, salvo con tintes y al microscopio electrónico, esa nanosustancia venenosa que se reorganiza en nuestras células y se expande en el orgnismo a una velocidad vertiginosa, ya se ha extendido por todo el globo terrestre, armando una “pandemia” de la que, por una vez, el Gobierno de Pedro Sánchez no es culpable, mal que pese al desaforado Casado y su cuadrilla de palmeros.

En esta tesitura, hasta los que han negado el pan y la sal a los investigadores, exigen ahora a los científicos un remedio urgente, un antiviral, una vacuna cuanto antes. Unos lo piden porque piensan que no hay derecho a que el jodido virus afecte por igual a los ricos que a los pobres. Otros porque consideran que todavía son reales y no virtuales. Y otros porque además de perder trabajo, dinero y humor, estiman que como fuera de casa no se está en ninguna parte. La cuarentena, la parálisis del todos quietos, que nadie se mueva, nos sume en el estupor y, más allá de la zozobla y del estado de alarma que refuerza las competencias del Gobierno central, significa que aquí manda el patógeno. Mientras tanto, para no aburrinos ni emburrecernos más es muy recomendable leer a  Cervantes.

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