Trabajo, inteligencia artificial y coronavirus

01/06/2020

Francisco Javier López Martín.

He comentado en alguno de estos artículos, antes de que el mundo se desplomase sobre nosotros, que los cambios introducidos por la Inteligencia Artificial (IA) hacían que un buen número de trabajadoras y trabajadores europeos sintieran que la amenaza se cernía sobre sus empleos actuales.

Una realidad que muchos de ellos ya han percibido en sus puestos de trabajo, viendo cómo una parte de sus funciones han cambiado, han sido asumidas por las máquinas, o que han tenido que reciclarse para asumir nuevas tareas y métodos, o directamente han perdido su empleo a causa de la automatización de la mayor parte de su anterior actividad laboral.

Desde tiempos de los luditas (esos trabajadores que destruían las máquinas que les quitaban el trabajo, ya fueran cosechadoras, o telares de vapor), hemos comprobado que los puestos de trabajo sustituidos por las máquinas no siempre significan el fin de los empleos, sino a veces su sustitución por otros empleos, generalmente más cualificados.

Sin embargo, una de las características de la revolución tecnológica es la tremenda rapidez con la que se produce. El fuego, la rueda, la escritura, la imprenta, o incluso la máquina de vapor, produjeron profundos cambios, pero a lo largo de miles de años, o como mínimo, en unas cuantas generaciones.

Las nuevas tecnologías han entrado de lleno en una sola generación, partiendo en dos el mundo de quienes nacimos analógicos y moriremos digitales del de nuestros hijos que ya actúan y piensan digitalmente. Pero otra característica impactante es que nuestros futuros empleos dependerán de nuestra capacidad y docilidad para adaptarnos a ser coordinados y dirigidos por máquinas que planifican nuestro trabajo y se comunican entre ellas para organizarnos de la forma más eficiente.

No es que vayamos a trabajar con máquinas, sino a colaborar con las máquinas que nos dirigen. Bien pudiera ocurrir, en estas circunstancias, que no se creen tantos nuevos empleos y que los que se creen sean mayoritariamente temporales, precarios, mal cualificados y mal pagados.

El trabajo era una vía de realización personal, en el mejor de los casos, pero también servía para asegurar la subsistencia personal y familiar accediendo a un salario. Hoy el salario de muchos trabajos no asegura la subsistencia, no ya familiar, sino tan siquiera personal. Los derechos generados por el trabajo, permitían obtener una prestación por desempleo, por incapacidad temporal, permanente, o total, una pensión al final de la vida laboral.

Estos derechos funcionaban razonablemente bien cuando los empleos eran estables y las carreras laborales eran largas. Sin embargo, la realidad de precariedad laboral que se ha ido imponiendo en unas pocas décadas de neoliberalismo rampante, globalización económica (que no de derechos), revolución digital, crisis financiera de 2008 (con sus recortes generalizados) y ahora los efectos brutales del coronavirus, pueden hacer que aquel contrato social emanado de la Segunda Guerra Mundial quede reducido a la mínima expresión. Ser trabajador y ser pobre han dejado de ser incompatibles.

Volvamos a reflexionar sobre el trabajo. La llegada de la revolución industrial supuso que el trabajo de artesanos, campesinos, las tareas de mantenimiento, reparación de la casa y cuidado de la familia, la infancia, las personas mayores, los enfermos, el intercambio de trabajos entre buenos vecinos, dejase de formar parte de lo que se consideraba trabajo con derechos, renta nacional. Trabajar no era lo mismo que tener un empleo.

Sólo el trabajo fuera de casa contaba como tal. Si no hay salario no hay trabajo. Tan sólo en tiempos recientes ha vuelto a considerarse en los países desarrollados todo ese trabajo “no observado” como parte de la riqueza de un país, no sin problemas metodológicos para medirlo en la contabilidad nacional.

Si la revolución tecnológica supone una superación de la revolución industrial, ha llegado el momento de que el trabajo no remunerado comience de nuevo a ser reconocido. Incluido eso que los expertos denominan trabajo fantasma, todo el que realizamos los consumidores para que un producto sea realmente útil. Trabajos no remunerados como ir de compra al supermercado, realizar labores domésticas, traslados al trabajo, reuniones escolares, o sanitarias.

Las nuevas tecnologías han hecho que dediquemos una buena parte de nuestro tiempo a comunicarnos, comprar por internet, realizar nuestras transacciones bancarias, gestionar seguros, operaciones en las que realizamos muchas tareas que suponen beneficios para nuestros proveedores, Nos transformamos en trabajadores sin sueldo que producen beneficios cuantiosos para esas empresas.

De paso, ponemos en sus manos una gran cantidad de datos personales de todo tipo que son procesados y se transforman en nuevos beneficios cuando son vendidos a terceros y utilizados para diseño de productos, ofertas, marketing y publicidad, detección o creación de nuevas necesidades.

La Inteligencia Artificial venía produciendo fuertes cambios en el empleo. El coronavirus ha acelerado el proceso. Muchos empleos cambiarán, otros muchos desaparecerán, al menos como hoy los conocemos, aparecerán otros nuevos, probablemente serán menos. Se transformarán los empleos, pero el trabajo no desaparecerá. Ya sea remunerado, no remunerado, fantasma.

Toda una tarea se abre para los sindicatos, los empresarios, los gobiernos. Un escenario en el que habrá que repensar las relaciones entre trabajo y empleo, entre trabajo retribuido y no retribuido, rentas salariales, ingresos vitales, antes de que los problemas presenten su dura realidad y su cara más insoportable.

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