Siguen llorando las canciones

12/09/2011

diarioabierto.es.

Tenías el cenicero siempre lleno de ceniza. Fumabas sin ganas, simplemente por el placer de hacer algo que siempre hacías cuando estabas sano y radiante, y tu cuerpo se encendía de vida en cada madrugada, desde el primer sol hasta la última luna. Y ninguna célula mala habitaba en tu cuerpo.

Apenas leías periódicos, porque preferías vivir en el ayer, ya que eras consciente de que no te quedaba el mañana. De que el mañana solo sería para los que gozaban de salud.

Tus manos comenzaron a quebrarse al poco tiempo. Una mano se quiebra cuando ya no sabe hacer, lo que antes hacía con tanta pasión y ganas. Tu guitarra se deshacía en tus brazos, lloraba pegada a tu cuerpo, mientras tú, torpemente aún tenías fuerzas para componer canciones.

Tu cuaderno azul sobre la mesa, escrito con una letra temblorosa, que parecía también llorar a cada punto y seguido. Tu cuaderno lleno de canciones que nunca terminarían en la boca de nadie, que nunca, que jamás, nadie, podría marcar el paso de sus acordes con los pies, o con las manos. Nadie, nunca, se enamoraría de esas canciones, ni las haría suyas para regalarlas a alguien.

Supe que te morías de verdad, el día que empezaron a llorar tus canciones. Tú estabas fuerte. Cuando el cáncer llega, pueden pasar dos cosas: que logres vencerle, o que él, impasible, te gane todas las batallas.

Me decías que en sueños superabas el cáncer. Que podías con él. Que un día despertabas y no te dolía nada, ni te faltaban trocitos de tu cuerpo, y que todos tus órganos te pertenecían, que seguían dentro de tu cuerpo, y nadie te decía que estaban sucios y dañados y te los tenían que quitar.

En tus sueños componías canciones que no eras capar de tocar, porque el pulso no era el mismo, porque las yemas de tus dedos había perdido toda la sensibilidad. Es curioso, la yema de tus dedos se quedaba sin sensibilidad, sin embargo tú estabas repleto de sensibilidad por todas partes.

Un día me miraste muy serio y me dijiste: Yo no me quiero morir, si me dicen que me salvo haciendo cualquier cosa lo haría. Si me dicen que me regalan otros 30 años de vida, daría hasta las letras de todas las canciones que he escrito, hasta los besos y el amor que me han dado, daría hasta quien soy por vivir, por seguir viviendo.

Dicen que normalmente, cuando tienes un cáncer incurable, caes en una depresión, en un bucle de tristeza y que en cierto sentido te dejas morir. Él no, él nunca se cansaba de luchar, y creo que se le secaba mas la boca de tanto decir que quería vivir, que de las sesiones de radioterapia y quimioterapia a las que se sometía semanalmente. Solo él sabía hacer de un drama una fiesta, de su cuerpo semi-muerto un cuerpo lleno de vida, de esas horas enganchado a la máquina que le daba vida y a la vez se la quitaba, un recreo donde él pensaba que residía la cura, porque cualquier cosa era positiva, cualquier cosa podía curarle, si los médicos lo decían.

Sin embargo él se me moría, casi en los brazos, en la habitación donde empecé a conocerle por dentro. En su primer piso, ubicado en la calle más bonita de Granada: el Paseo de los Tristes. Se moría allí, mientras yo, torpemente acudía cada tarde y le llevaba refrescos y patatas fritas, como si no pasase nada, como si fuésemos a celebrar su cumpleaños, día tras día. Y es que en realidad, era así, cada día él volvía a nacer, sin embargo él tenía la sensación, a pesar de su fuerza y de su fe, de que se moría. Y yo celebraba sus días de vida, con refrescos y patatas fritas, onduladas, de esas que tanto le gustaban.

No sé cuántas veces deshice el nudo que se formaba entre sus brazos y sus piernas, cuando le encontraba tirado en el suelo, abrazado fuertemente a sus rodillas, con la cabeza entre ambas, apretando fuerte, como si así pudiese morir y nacer de nuevo (desaparecer), pero nacer de verdad.

Le cogía por los brazos, bajaba sus piernas tensas y dobladas. Las dejaba bien estiradas sobre el suelo, y me echaba sus brazos sobre mis hombros para que me abrazase, para que me abrazase a mí y no a sus rodillas. Y en ese instante, yo cerraba los ojos muy fuerte (y lloraba, el nunca me vio llorar en esos instantes), y quería traspasarle con mi aliento o mi abrazo, un poco de mi vida, de la salud que yo sí que tenía. Pero nunca resultó, porque cada vez que él se despegaba de mis brazos y de mi cuerpo, yo sentía que se le terminaba la vida, que se le estaba apagando la chispa.

Y que no había manera humana de que se quedase egoístamente a mi lado.

De alguna forma aprendí algo. Aprendí a valorar la vida, a entender la muerte y aceptarla como tal. Pero sobre todo, aprendí que a veces, por mas que desees tener algo, o que alguien se quede contigo, no puede ser, siempre existirá una fuerza mayor que te separe.

Siempre seguirán llorando todas las canciones. Y yo espero, por mucho tiempo, llorarlas por ti, mi añorado amigo.

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3 pensamientos en “Siguen llorando las canciones

  1. Querida Susana, aquí me tienes llorando a moco tendido en la oficina. Es lo que tienen tus artículos, preciosos y conmovedores, que me tocan esa fibra que pocos saben tocar. Gracias por compartirlo y buena semana.

  2. Susana eres increible, trasmites tus sentimientos de una manera tan profunda que las lagrimas caen por mi rostro leyendo este articulo, lo mejor para mi de todo el relato, es que se perfectamente como te sientes…
    un beso!

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