España, despierta

05/08/2020

Carmela Díaz.

La naturaleza humana es paradigmática. Todos atesoramos luces y sombras, claros y oscuros, glorias y vergüenzas, deleites y dramas. En un legado vital es el balance entre aciertos y errores lo que decide. La democracia, la libertad y cuatro décadas de bienestar y bonanza, son implícitos a la figura de Juan Carlos I. También son cruciales sus intervenciones en la apertura de mercados para las empresas patrias, los contratos conseguidos para compañías de toda índole y sector, así como la modernización de la imagen de nuestro país ante la comunidad internacional. Pero la monarquía se sustenta en la ejemplaridad; y tan incuestionables son los logros del emérito como erráticos determinados comportamientos ética y moralmente cuestionables.

Inquieta el silencio de los que entonces encumbraron un sistema controvertido mientras llenaban sus bolsillos bajo el regazo del rey caído. Todo se fraguó durante aquellos años en los que la frivolidad, el derroche, la corrupción y el amiguismo florecieron con esplendor. Esas celebraciones de la onomástica real que convertía a los Jardines del Campo del Moro en una heterodoxa pasarela cañí; los tiempos de la beautiful people protagonizados por lánguidas reinonas del papel cuché que seducían a las altas instancias. Semejantes tramas de vino y rosas eran la pomada para las clases medias y suponían un dulce bálsamo para una próspera sociedad española.

Aquella etapa de caprichos satisfechos, juergas, cacerías -antesala lejana del elefantegate-, derroche, exhibicionismo, regatas, convites y embarcaciones mastodónticas atracadas en Portals o Banús al olor de las pesetas… y los pelotazos. Unas veladas en las que ningún prohombre avispado quedaba al margen de lucrativas operaciones económicas y empresariales. ¿Cuántos de los antaño beneficiados no sienten tremenda añoranza de KIO, Ibercorp, la Expo 92 o el seny del 3%? Esos años dorados en los que fluía jugosa información privilegiada, se repartían millones y comisiones con algarabía, se especulaba con la Bolsa, los fondos de inversión, la disposición de créditos y hasta el dinero público…

En aquel entonces, los que hoy se ponen de perfil, se mezclaban sin rubor ni mesura: royals, cortesanos, aristócratas, empresarios, banqueros, socialités, periodistas, mecenas, políticos de cualquiera de las siglas que se consolidaron tras la Transición… Sobre inmaculadas cubiertas de barcos fondeados en calas paradisíacas, los más avispados se graduaron con honores en las costumbres de los influyentes -o de los que estaban llamados a serlo- y se empaparon de la codicia y la endogamia de las élites. Durante el transcurso de aquellas cenas regadas con vinos míticos, sacaron tajada todos los clanes habidos y por haber: los de apellidos compuestos y alta alcurnia; los nuevos ricos, hijos del auge del ladrillo; los magnates de los grupos mediáticos nacionales, así como los caciques propietarios de cabeceras regionales y locales; togados; familias ilustres de banqueros; representantes de capitales extranjeros e incluso el cogollito popular o la cúpula socialista.

Los que antaño se enriquecían por lo que ahora critican, ocultan secretos y la mayoría acumula miserias. Grandes fortunas, comisiones, negocios, contubernios, tramas de espionaje, escándalos de escuchas ilegales o actividades inapropiadas de los servicios de inteligencia, tienen como germen esos años y aquellos ambientes. Si la consigna es derribar a quien los aupó, sería de justicia que cayesen a la par cuantos se beneficiaron de la figura del emérito: la cúpula social, política, financiera, mediática y empresarial española al completo.

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