La pasión nubla la cordura

06/11/2020

Miguel Ángel Valero. El mismo día, 10 de julio de 1997, que ETA secuestra al concejal del PP en el Ayuntamiento de Ermua Miguel Ángel Blanco, un grupo de ciudadanos, vecinos de la localidad costera de Guadelmar, hace lo mismo con un miembro de la banca terrorista. Es el original planteamiento de "La conjura de Guadelmar", de David Pérez y editada por Tebar Flores.

La publicación de «La conjura de Guadelmar» (editorial Tebar Flores, 300 páginas), de David Pérez, abogado, poeta, pintor, escritor y miembro fundador del Consejo de Redacción de la revista Papeles de Ermua, es muy necesaria cuando el 60% de los jóvenes españoles desconoce quién fue Miguel Ángel Blanco, el 70% ignora todo sobre José Antonio Ortega Lara, y solo el 38% identifica a Irene Villa como víctima de ETA.

La trama es original. El mismo día, 10 de julio de 1997, que ETA secuestra al concejal del PP en el Ayuntamiento de Ermua Miguel Ángel Blanco, un grupo de ciudadanos, vecinos de la localidad costera de Guadelmar, hartos de los crímenes de ésta y de la inoperancia del Gobierno y de los jueces frente al terrorismo y apoyándose en el derecho a la legítima defensa, deciden capturar por su cuenta a un miembro de la banda terrorista, apodado Arzallus porque es de ese pueblo, no porque tenga relación alguna con Arzalluz, el líder del PNV.

La originalidad del planteamiento de la trama queda empañada, no obstante, por un exceso de carga ideológica y de opiniones sobre el nacionalismo, que lastran el desarrollo narrativo, sobre todo en la primera parte de la novela.

Cada uno de los integrantes de la conjura tiene sus propios motivos para participar, desde la venganza y la sed de justicia hasta la invocación del derecho a la legítima defensa, al considerarse agraviados por las acciones de la ETA.

La novela de David Pérez, en el fondo, plantea una inquietante pregunta: ¿Hasta dónde llegaríamos cada uno de nosotros si hubiéramos perdido a un ser querido en un atentado o hubiéramos tenido que abandonar nuestro hogar por el chantaje de unos matones terroristas?

En paralelo con las desdichas de Miguel Ángel Banco, y de las movilizaciones ciudadanas que dieron la vuelta al mundo y que se conoció como el Espíritu de Ermua, el secuestro del terrorista provoca en el grupo un debate  político, jurídico, psicológico y ético, que es posiblemente el mayor mérito de «La conjura de Guadelmar».

«La rabia es tan fuerte que nos nubla cualquier tipo de razonamiento», reconoce uno de los personajes en la página 153. Cincuenta páginas después, la misma idea: «la pasión nos ha nublado la cordura». Entre medias, los ‘secuestradores’ del etarra se debaten entre las «ansias desmesuradas de venganza» y el «argumento jurídico de la defensa propia» (página 168).

Un concepto que distancia al grupo tanto de ETA como del GAL y otras formas de terrorismo de Estado o de ‘guerra sucia’ (como si hubiera alguna limpia) y que se define en la página 225 como un derecho de todos los seres humanos, universal, que no tiene fronteras y que puede ser esgrimido en cualquier parte del planeta.

«La venganza no es una solución, sino más bien el comienzo de una escalada sin sentido», plantea otro de los protagonistas, que defiende «nuestra capacidad para mantener contra viento y marea los valores de la tolerancia, la democracia, del respeto a la ley y del Estado de Derecho». Y cita al duque de La Rochefoucauld (1792): «vengarse de una ofensa es ponerse al nivel de los enemigos que nos agravian; perdonársela es, sin embargo, hacerse superior a ellos«.

La conjura de Guadelmar tiene un final tan inesperado como verosímil y lógico, que no desmerece en absoluto la profundidad de la reflexión sobre la justicia y los valores de la humanidad.

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