Pensar un mundo para la infancia

25/11/2020

Francisco Javier López Martín.

Mucho se ha hablado de que todos somos iguales ante la pandemia siguiendo la antigua idea de la enfermedad y la muerte nos igualan. Pero eso no es verdad. Como todas las enfermedades y sus consecuencias, el coronavirus se ha cebado en las personas mayores, en las más débiles y cuanto más pobres son esas personas, más posibilidades de enfermar y de morir.

Pero no sólo se ha ensañado la enfermedad en las personas mayores. Sus consecuencias, en términos educativos, han supuesto una catástrofe para nuestra infancia. Acabamos de conmemorar el Día Universal del Niño (y de la Niña imagino) en un tiempo de más penas que glorias. Según datos de las Naciones Unidas han sido cerca de 1500 millones de niños y de niñas los que se han visto privados de escuela, a consecuencia de la expansión de la pandemia.

La UNICEF estima que, al menos uno de cada tres niños y niñas no puede acceder a clases a distancia, lo cual quiere decir que cerca de 700 millones de niños (y niñas) se han visto privados del derecho efectivo a la educación. El Objetivo 4 de Desarrollo del Milenio fijaba para 2030 conseguir una educación inclusiva, equitativa y de calidad. Si ya era difícil alcanzar ese objetivo, ahora lo es aún más.

La mayoría de los y las estudiantes que no pueden acceder a un aprendizaje  remoto, a distancia, a través de internet, en línea, o como queramos llamarlo y viven en hogares pobres de grandes ciudades, o en zonas rurales. La educación funciona como una criba, por eso quienes se encuentran en niveles universitarios, o de enseñanza secundaria superior tienen menos posibilidades de perder su educación, pero aún así, en estos niveles, uno de cada cinco alumnos tiene serios problemas para contar con los recursos tecnológicos necesarios para desarrollar un proceso educativo en tiempo de pandemia.

Si sumamos las estimaciones de la UNESCO, 120 millones de estudiantes en preescolar, 217 millones en primaria, 78 millones en secundaria obligatoria y otros 48 en secundaria superior, estamos hablando de más de 460 millones de estudiantes, sin tomar en cuenta educación superior, sufren graves problemas para continuar sus estudios.

Unos datos nuevos y dramáticos que vienen a sumarse a esos 260 millones de niños y niñas no escolarizados en el mundo, a esos 400 millones que abandonan sus estudios al alcanzar los 11 años, a los 30 millones de niños y niñas refugiados, o a esos más de 200 millones que trabajan, muchos de ellos en trabajos peligrosos.

La COVID-19 será la disculpa definitiva para justificar que muchos niños y niñas de familias pobres no vuelvan a la escuela, para que se incorporen a trabajos duros e insanos y, en el caso de las niñas, para que se vean obligadas a casarse, quedar embarazadas, abandonar la escolarización. Algo que no es nuevo en numerosos lugares de África, donde el Ébola, el sida y otras enfermedades causan estragos.

No conviene olvidar que la mitad de los niños del planeta, cerca de 900 millones, no saben leer ni escribir a los 10 años, mientras los organismos internacionales siguen constatando que la inversión educativa alcanza mínimos históricos.

No es extraño, en estas circunstancias, que los comedores escolares desaparezcan cuando más necesarios son para cerca de 400 millones de niñas y niños, se pierdan docentes cuando habría que reforzar las plantillas, o se abandonen programas tan esenciales como dotar a las personas de viviendas dignas y escuelas decentes.

Qué podemos pensar de un mundo en el que casi 1.000 millones de estudiantes carecen de jabón en su escuela, o 600 millones no cuentan con saneamientos adecuados y otros tantos carecen de agua potable. No podemos dejar la solución de los problemas de la infancia en manos de las organizaciones no gubernamentales y de las donaciones voluntarias de los particulares, o las de fundaciones empresariales concebidas como instrumentos para eludir al fisco.

La solución a los problemas educativos de nuestra infancia, cada día más agravados  en el conjunto del planeta, sólo puede abordarse si todos los países del planeta se confabulan y se ponen de acuerdo para acabar con el lastre de la deuda, liberando recursos para poner en marcha programas que permitan atender las necesidades de escolarización de nuestras niñas y niños. No hay otra manera y es urgente.

 

 

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