La gestión, por llamarlo de alguna manera, de la pandemia de la coronavirus en nuestro país está haciendo emerger lo que algunos partidos de la izquierda no hacen más que pregonar en sus programas máximos, la conformación de un estado federal. Y está ocurriendo no como podría sospecharse, en comunidades autónomas cuyos gobiernos postulan la independencia a más o menos plazo, como Cataluña y el País Vasco, sino también en comunidades autónomas gobernadas por la derecha, sola o en compañía de otros.
El cisco actual lo llaman, para no asustar o no asustarse a sí mismos, cogobernanza, pero no parece que sea una buena definición, porque no es gobierno y mucho menos, común. Algunos ejecutivos autonómicos han caído en su propia trampa. Reclamaron manos libres y los dedos se les hicieron huéspedes. Luego reclaman acción al Gobierno central y éste desdeña la invitación.
La reacción a este desdén está poniendo en cuestión, en primer lugar, a los partidos políticos. Han perdido el control de algunos gobiernos que discuten y reclaman por su cuenta particularista, en un proceso de victimismo que, a medio término, puede dar lugar a fracturas con las respectivas centrales y a la multiplicación de los asteroides nacionalistas en todas las regiones del mapa, por si no hubiera ya bastantes.
La fractura afecta obviamente al modelo de estado autonómico que prescribe la Constitución. Las transferencias atolondradas de competencias a las autonomías han dejado líneas muy imprecisas en lo que corresponde hacer al Gobierno central de manera irrenunciable, líneas que no corresponde marcar a las autonomías, sino al dibujo constitucional. Todavía se echa de menos aquella LOAPA que patrocinaron UCD y PSOE y que el Tribunal Constitucional se cepilló vergonzantemente.
Y sobre todo, la confusión dominante perjudica muy directamente a los ciudadanos españoles, vivan donde vivan, porque los sistemas de financiación autonómica, especialmente el vigente desde el Gobierno de Rodríguez Zapatero, han acabado por crear una diversidad de modelos autonómicos, que en mayor o menor grado, implican profundas diferencias de oportunidades para sus respectivos habitantes. La igualdad que exige la Constitución se ha trocado en diferencias casi insalvables y la unidad se pone en causa por satrapillas de tres al cuarto.
Así, poco a poco, la ciudadanía se deja llevar por la situación y admite, cada vez con más naturalidad, los excesos funcionales y las tensiones centrífugas de las autonomías, justificados por la pasividad del Gobierno central. En tiempos de amedrentamiento y confusión, la insolidaridad básica se quiebra, los ideales constitucionales se malbaratan en postulados provincianos y el Estado se disgrega hasta casi desaparecer. El embrión federalista está fecundado incluso o preferentemente por quienes dicen abominar de él.
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