Las elecciones catalanas del domingo, San Valentín, medirán el grado de cansancio de la gente hacia los nacionalistas de la antigua CiU y ERC que han gobernado la nación en los últimos diez años. (El término nación se emplea aquí según la acepción constitucional que define a España como un Estado compuesto de nacionalidades históricas y regiones). Si el hartazgo es tan alto como algunos suponen, dados los magros resultados de la década separatista, la abstención y la escorrentía de votos será equivalente, por lo que vale pronosticar el descenso nacionalista y el fin de la mayoría absoluta en un Parlament de 135 escaños.
Avala ese pronóstico el hecho de que la unidad de las fuerzas secesionistas lograda en 2015 antes de unas elecciones anticipadas por Artur Mas con intenciones claramente plebiscitarias, forma parte del pasado. De aquel “Junts pel Si” y de la posterior confluencia nacionalista para seguir mandando tras el referendo inconstitucional del 1 de octubre de 2017, la intervención de la Generalitat desde el Gobierno central y las elecciones del 21 de diciembre de aquel año, se ha pasado a un contexto político bien diferente, con la división de Junts entre los partidarios de Puigdemont y el nuevo partido de la derecha nacionalista, y con una posición de ERC más alejada de los intereses patrios de los oligarcas tradicionales.
El contexto político ha cambiado, el nacionalismo independentista tiene menos razones que nunca para ser beligerante, ERC ha apoyado con su abstención en el Congreso la investidura de Pedro Sánchez hace poco más de un año, facilitando el primer gobierno de coalición de la izquierda en España desde la II República. La situación de Cataluña, mal que pese a los separadores del PP, es mejor, menos crispada, que cuando Rajoy se escudaba en los tribunales y perseveraba en sus errores. Y además el invento de Ciudadanos –la formación más votada hace tres años– se ha desinflado.
En el terreno de las hipótesis, las urnas pueden arrojar (primer escenario) una mayoría no nacionalista ni independentista, en la que Salvador Illa, del PSC, aparezca como el candidato ganador. Comoquiera que el PP ya le ha negado el apoyo y con la ultraderecha no se va a ningún lado, necesitaría el respaldo de En Común Poden (el Podemos catalán de Ada Colau) y, sobre todo, de ERC para convertirse en presidente de la Generalitat y formar gobierno, en minoría o de coalición. Un tripartito sería, además, la mejor fórmula para el Ejecutivo de Pedro Sánchez.
Pero también pueden arrojar (segundo escenario) un resultado con mayoría de ERC o de JxS. En ese caso, la fórmula de gobierno de coalición nacionalista no sería diferente a la concida hasta ahora, por más que la pérdida de la mayoría absoluta les obligaría a negociar la investidura con fuerzas no separatistas. En este caso habría que ver si con Podemos tienen suficiente o será necesaria la abstención del PSC.
El tercer escenario se produciría si ERC resultara la fuerza más votada y en vez del apoyo de la derecha nacionalista optara por buscar el apoyo del PSC para gobernar. Si prestamos atención a las últimas declaraciones del secretario de organización del PSOE, el ministro de Fomento José Luis Ábalos, existe la posibilidad de que ERC “se libere” de la derecha nacionalista catalana y, sin renunciar a su ideario independentista histórico, anteponga la necesidad de políticas sociales de izquierda. Ya veremos. Aunque tanto si gana el PSC como si triunfan ERC o JxS, ERC decide si hay o no gobierno progresista en Cataluña.
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