‘El príncipe constante’, un Calderón de cuello vuelto

19/02/2021

Luis Martínez del Amo. El desdén hacia las transiciones y un dramatismo atemperado cortan el vuelo de este 'calderón' de juventud interpretado por Lluís Homar.

Fotos: Sergio Parra

No hay arte sin libertad. Y tampoco nobleza, según sostiene la obra de Calderón —El príncipe constante— que, bajo la dirección del catalán Xavier Albertí, y con Lluís Homar al frente de un numeroso reparto, aterriza esta semana en las tablas del madrileño Teatro de la Comedia.

En la sede de la Compañía Nacional de Teatro Clásico, que dirige el propio Homar, se representa esta obra —un temprano Calderón, menos complejo que algunas de sus posteriores obras—, que traza una disquisición en torno a la fidelidad y el deber, con el enfrentamiento entre civilizaciones como fondo.

El infante portugués Fernando, ese príncipe constante, se niega a rendir la ciudad de Ceuta, bajo dominio luso, aunque su firmeza o constancia se traduzca en un duro cautiverio.

Un ten con ten entre el deber y la propia felicidad, y de rondón, una disquisición en torno a la libertad como valor supremo, que, sin llegar a la hondura de La vida es sueño, con la que comparte muy diversos elementos, sí acierta en cambio a trazar hermosas tiradas de versos sobre el sentido de la vida, la fugacidad de la existencia y otros asuntos queridos del autor, mediante sus usuales paralelismos entre moral y Naturaleza, que entusiasman, tanto el oído como el corazón.

Así, destacan algunos pasajes que discursean sobre esos temas con imágenes de veleros que, surcando las espumas, arriban a las costas africanas, campos cubiertos de cadáveres y flores, y brutos que entregan la vida en medio de una cruenta batalla y un torbellino de emociones.

Dramatismo atemperado

Sin embargo, la representación languidece, a nuestro parecer, debido a determinadas decisiones de su dirección. En primer lugar su afán por eliminar todo lo superfluo, en pos de un rigor y una limpieza que tienen algo de quiméricos en un arte tan bastardo como el teatral, enfoca el espectáculo hacia una austeridad más cercana a un catálogo de arte contemporáneo, que al polvo y el sudor de los escenarios.

Un afán que actúa en una doble dirección. Por un lado, eliminando toda transición, que hubiera proporcionado algo de aire a la obra, y un descanso a los oídos del espectador, sometidos a constantes —estas sí— tiradas de versos. Y por otro, una tendencia a atemperar lo dramático, que se traduce en un ritmo en exceso monocorde en el despliegue de los versos.

Así ocurre en muy diversos momentos. Y por ejemplo cuando el rey de Marruecos se dice colérico tras conocer la decisión del infante, que le priva de Ceuta. Una cólera que, presente en el texto, no encuentra fiel reflejo en la voz de su intérprete —Arturo Querejeta—, así como en otros muchos momentos de la representación.

En su lugar, en vez de permitir que los actores carguen las tintas —qué vulgaridad— , el director deja la transmisión del dramatismo en manos de un cuarteto de cuerda, que, siempre presente en escena, va punteando los momentos de mayor dolor con unos acordes que se muestran adecuadamente chirriantes, cabría decir (es este otro de los automatismos de la moderna dirección teatral).

Privados de ese vaivén emocional, los espectadores, sin una sola pausa a que agarrarse a fin de redimir un momento la sesera de tanto soneto y redondilla, acaban algo cansados del monótono runrún con que van sirviendo los actores el verso calderoniano, sin más acompañamiento que el zumbido constante — este también — del aparato de ventilación.

Y sin una sola pausa, como acredita el desconcierto que invade al respetable cuando, ahora sí, el infante, en medio del más completo silencio, se merienda un legajo, sellando así su condena.

Con todo, no se la pierdan.

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