La Alteza Real que nació en una cocina y murió en un castillo

09/04/2021

Carmen Duerto.

Felipe de Edimburgo

Felipe de Edimburgo, nació encima de una mesa de cocina en una isla griega. Salió al exilio con apenas un año de edad, escondido en una caja de frutas en un barco. No tuvo casa hasta que se casó con Isabel Windsor. Su madre, la princesa Alicia, era sorda, casi monja y con problemas mentales, hasta el punto de pasar la infancia de Felipe ingresada en un psiquiátrico suizo mientras su marido, Felipe, se entretenía en Mónaco.

Desde hacía cuatro años, el marido de Isabel II estaba retirado de la vida pública. Aun así, el 20 de abril emitió un comunicado oficial de apoyo a todo el personal que estaba trabajando durante la pandemia en Inglaterra. Esa ha sido su última declaración, porque en foto lo vimos hace unas semanas, cuando abandonaba el hospital en el que estaba ingresado para volver a su confinamiento en Windsor, donde ha muerto en la mañana del viernes 9 de abril a dos meses de cumplir 100 años. Ha muerto en la inmensidad de Windsor, con sus 800 estancias, su servicio doméstico imprescindible y los corgis, esos perros que llegaron a la vida de Isabel cuando su padre le regaló uno, llamado Susan, al cumplir los 18; desde entonces han sido 30, entre corgis y dorgis, los perros que han vivido como reyes con los reyes.

Precisamente, fue al cumplir los 18, cuando Isabel, además de un corgi, recibe un flechazo disparado por Felipe de Grecia y Dinamarca, un apuesto y rubio teniente de la marina inglesa sin apellido, sin tierra y sin familia, a pesar de ser pariente de media realeza europea. Y aunque era primo de la entonces princesa, a la reina madre no le gusta. Primero, porque desconfía de su tutor, lord Mounbatten “Dicky” para la familia real. La reina madre, que pinta canas además de beber excelentes gin tonics, sabe que Dicky trata de colocarles a su sobrino y nada mejor que casándolo con la futura reina y también porque los cuñados del pretendiente han luchado del lado nazi. Aunque su apellido mutara del alemán Battemberg, de su tía la reina Victoria, al Mountbatten de los parientes ingleses, las raíces alemanas seguían presentes, ese fue uno de los mayores escollos que Felipe superó.

Ocho años esperaron para casarse, en los que Felipe demostró su lealtad a Inglaterra luchando en la Guerra Mundial, renunciando a la ortodoxia de la iglesia griega y abrazando el anglicanismo, más como pose que como creencia porque pasaba por ser ateo; de hecho, bostezaba en las ceremonias religiosas. Renunció así a sus raíces griegas y al título de príncipe de Grecia y Dinamarca, adoptando el apellido Mountbatten de su tío y tutor y por último y no menos importante para un futuro príncipe inglés, solicita la nacionalidad inglesa. Vencidos los escollos, aunque con los recelos de la Corte, el rey Jorge le concede el título, distinguido pero no regio, de duque de Edimburgo. Ya se pueden casar.
Felipe se tomó su revancha en un pulso con su esposa y decidió dar la vuelta al mundo en el yate real, embarcando a sus mejores amigos. Esa distancia puso las cosas en su sitio. Isabel le ordenó que regresara y tomó dos decisiones vitales para su marido: le concedió el título de príncipe de Inglaterra con tratamiento de Alteza Real y aceptó que los hijos de ambos pudieran llevar el apellido Mountbatten Windsor. En ese momento, Felipe dejó de sentirse «una ameba, un hombre que no puede dar su apellido a sus hijos», y colaboró, tanto que ahora a su muerte y en el balance de sus 100 años, se sabe que ha pertenecido a 800 organizaciones, ha dado 5.496 discursos, escrito 14 libros y en una isla del Pacífico le han convertido en Dios, lo que para un ateo es una paradoja. Encontró en la protección de la Naturaleza un refugio para dotar a su vida de sentido, mientras su mujer regía a un país y a la Commonwealth y él se convertía en su mayor seguidor: «Yo, Felipe, duque de Edimburgo, me convierto en tu vasallo en cuerpo, alma y devoción terrenal y la fe y la verdad me unirán a ti en la vida y en la muerte contra viento y marea por la gracia de Dios», palabras que pronunció de rodillas ante su esposa el día que la coronaron como Isabel II.
A los 26 años, mientras viajaban por Kenia, su mujer se convertía en reina. En ese momento, pasó de ser el líder, el esposo y padre de dos hijos que brillaba y trabajaba, a ser el consorte tres pasos por detrás de su esposa y un marido políticamente incorrecto.

Un duque Alteza Real

Sus chistes, meteduras de pata, su falta de tacto con sus comentarios sexistas, racistas e incluso ofensivos para muchos le convirtieron en una marioneta de los «shows» cómicos en Reino Unido, y se ganó apodos poco simpáticos, como el de duque de «Edimburro». Sin embargo, si no fue un esposo y un padre ejemplares, sí se puede afirmar que fue un abuelo y bisabuelo cariñoso y alguien que, como dijo su esposa, «no acepta los cumplidos. Por lo que solo diré que, durante estos años, ha sido mi fuerza y mi apoyo, y yo, su familia y este país tenemos una deuda mayor de la que él reconocería y mayor de lo que nunca sabremos». Dicen que ha muerto plácidamente en su cama del castillo de Windsor. Dejó dicho que no quería funerales de Estado, pero la reina querrá para él los máximos honores. Y será el momento del regreso a la familia de Harrie, el nieto díscolo que tanto se parecía a su abuelo. Meghan, dado su avanzado embarazo, tiene justificación para quedarse en Estados Unidos.

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