La desmesura del heroísmo olímpico

26/07/2021

Carmela Díaz.

 

La ceremonia de inauguración de los Juegos de Tokio simboliza la alegoría perfecta del cataclismo inmisericorde que todavía nos azota. Gradas desocupadas, asientos desiertos, un estadio desprovisto del calor humano y una pista semivacía. Donde en anteriores ediciones se escuchaba el rugir de corazones encendidos y se contemplaba la fusión plena entre atletas de todas las nacionalidades, ahora solo gobierna el silencio y la distancia entre esas delegaciones -representación visual de identidades- que desfilaron ante los ojos del mundo.

Estos días contemplamos en riguroso directo la desmesura del heroísmo y lo que la épica verdaderamente implica. Hazañas que relegan la mediocridad dominante. Nos extasiamos ante actuaciones míticas y la capacidad de los atletas por agitar el ánimo de sociedades dispersas bajo un objetivo común. Ellos parecen competir bajo un halo mitológico: perseveran para adueñarse de la estela de los elegidos y plasmar la rúbrica de los virtuosos.

Resulta una obviedad que el deporte une y la política separa. Quizá por eso nos dejamos arrastrar por la pasión y el coraje de ídolos anónimos. Mientras nuestros competidores luchan para conquistar el trono del Olimpo, combaten cuando la adversidad acecha e impulsan su codicia para adueñarse de la victoria, las masas nos sumergimos en una ilusión colectiva y en la adoración a un escudo, a unos colores: los que nos representan a todos los españoles. Nos unimos sin fisuras. Nos hermanamos con la emoción desbocada. Conectamos diversidad e ideologías. El orgullo nacional eclosiona. El júbilo se desborda. Y un estallido de felicidad efímero fagocita la preocupante realidad contemporánea. El olimpismo es la expresión tangible de quimeras colectivas.

Los Juegos necesitan de la épica para seguir nutriendo su esplendor. Exige triunfadores y vencidos para engrandecer su legado. Tras la dureza de la batalla que corona al nuevo campeón, la Villa Olímpica amanece dividida. Conviven la gloria de los elegidos que alcanzaron sus ansiadas medallas -tan utópicas como veneradas- con las lágrimas de quienes, pese a competir con bravura y honor, perecieron en el combate. Porque, aunque el esfuerzo titánico, el sacrificio voraz y los entrenamientos despiadados son prácticamente idénticos para todos los rivales, solo puede haber un campeón. La desdicha de la derrota forma parte de la crueldad implícita al deporte de élite.  

La grandeza del olimpismo también conlleva que los ciudadanos nos emocionemos, suframos y nos agitemos hasta el límite con deportistas desconocidos hasta ese momento o con disciplinas deportivas minoritarias. Que amemos fugazmente a esos participantes que llevan a España a lo más alto y que nos hacen inmensamente felices cuando consiguen su gesta.

Lo mejor de esta aventura que nos arrolla es la unión, involucración, determinación y el entusiasmo nacional generalizados. Optimismo y empatía por el esfuerzo y el afán de superación. Y lo que no debería ser un suceso momentáneo: durante dos semanas las noticias destacadas, los titulares y la admiración general se focalizan a deportistas que sí lo merecen. Qué amargura deben sentir sabiendo de antemano que nos les prestaremos atención durante los siguientes cuatro años y únicamente los volveremos a encumbrar cuando la llama del pebetero se encienda de nuevo.

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