El esqueleto gelatinoso del Estado

05/08/2021

Hernando F. Calleja.

Conservo algunos amigos en la política activa. Cada vez menos. Lo detecto por el tiempo que se toman para contestar un mensaje o una llamada de teléfono. Mis relaciones con los políticos rara vez han traspasado la barrera de lo profesional, pero que hayan sido pocos se debe a que ni ellos ni yo hayamos dejado de ser nosotros mismos. Por lo tanto, habrán encajado mejor o peor mis críticas como yo he aguantado algún chaparrón por los errores interpretativos o formales en los que seguro que habré incurrido.

Va lo anterior para explicar que soy de los que creen que la prensa (genérico del periodismo un poco anticuado, pero que me gusta más que los medios) tiene su lugar en la vida pública, pero no es, ni de lejos, una instancia política llamada a sustituir el exigible contraste de opiniones y proyectos en las instituciones.

Son las instituciones y quienes forman parte de ellas las únicas responsables de su esclerotizado funcionamiento. Voy a poner un par de ejemplos, creo que suficientemente claros, de lo que digo. Las explicaciones de mayor altura técnico-jurídica sobre los recovecos de la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el estado de alarma se han publicado en los periódicos. Lo cual está muy bien para muchos ciudadanos que todavía siguen a la prensa, pero deja en evidencia a los sesudos diputados y senadores que en sede parlamentaria apenas han dicho cuatro vaguedades insufladas de partidismo y confrontación. Nuestros políticos no tienen nada que decir. Nuestros políticos solo tienen algo que decirse.

Otro ejemplo. La ley de eutanasia. Tiene connotaciones políticas y sobre todo un profundo contenido ético. ¿Recuerda alguien una intervención parlamentaria que le haya servido para mejorar su conocimiento, para consolidar o modificar sus convicciones ante dicha ley? Imposible. No hubo una sola aportación de mediana altura intelectual, ni siquiera plagiaria. Sí he podido leer algún buen artículo sobre ella, aunque ciertamente en la estela más conservadora. Los intelectuales (y científicos) que se autoproclaman progresistas no se arriesgan mucho es esta cuestión socialmente muy importante.

El Congreso y el Senado, los parlamentos autonómicos, los ayuntamientos y cabildos están en estado letárgico, sin ánimo, sin debate, sin vida. Las instituciones no están para acusarse y excusarse. Los partidos políticos seleccionan sus grupos parlamentarios entre medianías que aseguren la docilidad ante las normas que cocinan los ejecutivos, que exigen obediencia ciega, aunque ello malbarate la propia Constitución.

El esqueleto del Estado ha quedado en una sustancia blanda incapaz de soportar, como debería, la vida pública española.

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