Diario de un poeta recién casado

24/10/2011

diarioabierto.es.

Juan Ramón Jiménez en barco a Nueva York, divisando el paisaje bajo el mar apacible. ¿Cuál es la mirada del poeta? ¿Nada en el reverso de las cosas? Imagino ahora el trasiego de maletas y también el embarque, el primer paseo por la cubierta y esa sensación de acogimiento instantáneo al abrir la puerta de su camarote. Juan Ramón Jiménez se casó a los 35 años y escribió, durante el viaje de novios, Diario de un poeta recién casado, uno de los libros más fundamentales de la poesía española, mucho más citado por su título que por una verdadera lectura de su intención poética. Si pudiera hablarse del lector de poesía como si existiera realmente, podríamos convenir que títulos como Campos de Castilla o el Romancero Gitano son siempre leídos; y, cuando no se leen, al menos, se conocen algo. En el caso de Antonio Machado, quizá el poeta sencillo del paisaje es más comprendido, y por tanto más popular, que el de las vidrieras interiores de Soledades, del mismo modo que el Lorca digamos menos difundido, el que ya estaba alto de la gitanería que le había atribuido su éxito, tipo Poeta en Nueva York, y no digamos ya sus Sonetos del amor oscuro, siendo unas propuestas superiores, al menos desde ese difícil punto de vista que es la verdad orgánica en poesía, el pulso y la tensión entre la mirada y el lenguaje, se citan tanto, y se leen tanto, como Diario de un poeta recién casado, que es la revelación del artificio poético como verdad vital.

Podría haber una historia delicada en contar la vida de ese libro, cómo se fue gestando cada noche, la sonrisa templada de Zenobia amaneciendo al crepitar del día. Imagino a Juan Ramón no tan maniático como la gente cuenta, todavía hoy, tantos años después de su muerte –en España se lee mucho menos a los poetas, incluso a los más grandes, de lo que se propaga el chismorreo- y quizá llevando a su mujer en brazos antes de abrir la puerta de su camarote. Lo imagino, eso sí, puntilloso con todas las facturas, extremadamente atento a que nada se pierda, mirando con primor y con ternura el equipaje abierto de Zenobia. No sé, me gusta imaginar a Juan Ramón precisamente así, con la delicadeza del poema convertida en expresión de una corporeidad amable, en su viaje infinito, con su brillo perpetuo.

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