Miguel Bosé casi muere de paludismo

05/11/2021

Por Miguel Bosé.

Las dos lloraban mucho. Mi madre no paraba quieta, iba de un lado para otro y cada vez que hablaba por teléfono, gritaba y maldecía. Yo dormía y vomitaba, algunas veces sangre, y en una de esas, sentado mientras bebía, caí hacia atrás en convulsiones y
quedé inerte, como muerto. Había entrado en coma.
No sé cuánto tiempo quedé en aquel estado, nadie se acuerda bien. A mi familia debió de parecerle un siglo, a mí no más de diez minutos. Primero sentí que todo era muy ligero y fresco, no me dolía nada, no tenía malestar, se habían ido las náuseas y la debilidad. Después se hizo una luz que todo lo abarcaba, una muy brillante, blanca, transparente y fría. Supe que era el camino por el que tenía que andar y empecé a hacerlo. Al poco tiempo me sentí libre de todo miedo e invadido por una felicidad que, de hecho, no podría llamar así. Era un estado nuevo, absoluto y tan bello, que empecé
a decirme: «No, Miguel, tienes que ir a contárselo a mamá y a la Tata, tienes que compartir todo esto, es demasiado bonito, has de contárselo». Y cada vez que me lo decía, sentía un fuerte jalón. Fui repitiendo esa frase sin parar, como un mantra, cientos de veces tal vez, insistiendo, firme y bien decidido, mientras que la belleza de aquella sensación intentaba arrastrarme con una fuerza irresistible a la que daban ganas de rendirse. De repente abrí los ojos y les vi a todos, ahí de pie, rodeando la cama. La Tata se echó las manos a la boca y estalló en llanto y mi madre fue detrás. Mis hermanas, a quienes desde mi llegada no había visto, también, agarradas a la Rosi. El doctor Tamames, su amiga Marita y el doctor Jaso, nuestro pediatra de siempre, también lloraban abrazándose y congratulándose. Jaso exclamó:
—¡Os lo dije… os lo dije… es paludismo… lo que tiene es paludismo!
Pasó finalmente que, tras un despliegue en el que mi padre, amenazado por todos y con la cuenta atrás tocando a su fin, tiró de sus más altas influencias, Generalísimo incluido, se localizó al doctor Jaso el milagroso, que estaba de crucero en las Baleares, le trajo pitando a Madrid, en la avioneta privada de un amigo. Tardaron lo suyo, pero al final dieron con él. A la primera toma de una fuerte dosis de quinina, las fiebres empezaron a remitir rápidamente y comencé a salir a flote.
Durante el mismo año en el que la Tata cumplía con su voto al Cristo de Medinaceli, el doctor Tamames le retiró la palabra al torero debido a su absoluta falta de responsabilidad y empezó su desprecio hacia el ser humano sin jamás perder la veneración por el maestro.
La convalecencia fue larga y me sacaron cuantos litros de sangre pudieron para análisis hasta que llegó el alta. Aun así, seguí débil durante mucho mucho tiempo. Todas esas enfermedades, las serias y graves, te dejan secuelas para el resto de la vida. Mi padre también cayó enfermo al mismo tiempo que yo, pero se refugió en Villa Paz para no tener que cargar con más culpa y vergüenza. Se curó él solo, según fue contando luego, porque como ya se sabe, esos bichos conocen el peligro que corren metiéndose en el cuerpo de un torero. ¿La verdad? Mi madre le echó de casa nada más llegar de África y le dijo que no quería verle en el resto de sus días, y que si al niño le pasaba algo, le pegaría dos tiros. ¿La otra verdad? Que no se curó solo. En la finca le esperaba su prima Mariví, la Poupée, para bien cuidar de él…..
(Es un extracto del libro “El hijo del capitán Trueno” escrito por Miguel Bosé a modo de memorias y editado por Espasa. A la venta el 10 de noviembre)

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