Se nos rompió el amor… sin estrenarlo

14/09/2022

Cayetana Cabezas.

Cayetana CabezasCayetana Cabezas

Quizás de tanto entenderlo, o querer hacerlo, más bien. Porque el amor no puede explicarse; solamente pasa y, por suerte o por desgracia, a veces se queda. Un tiempo, sí, pero se queda. Para siempre es decir mucho, puesto que ninguno hemos vivido tanto, así que estipulamos que sea hasta que la muerte nos separe. Pretenciosos por exceso y por defecto. Pero, una cosa te digo, por muy terapeutizado, abierto y disponible que estés, enamorarte no depende de ti. Hablo de enamorarte de verdad, de lo que Lope afirmó que, si probaste, sabes. No está en tu mano. Y claro, tú no soportas lo que no controlas, ¿verdad? Así que, en lugar de habitar los efectos a los que le cantaba la Jurado, y terminar rompiendo el amor de tanto usarlo, pretendes esquivar el abuso haciendo un uso responsable del mismo. Ja. ¡Como si fuera una bebida espirituosa que pudieras rechazar o sustituir por otra de menos graduación! Ja. Ja. Perdóname que me ría; creo que es de puro cansancio. Estoy agotada de gestionar emociones. Gestionar emociones podría ser el oxímoron titular de nuestra era. Es más, quizás nuestra era sea ya en sí un oxímoron.

Hemos normalizado el uso del lenguaje económico para hablar de sentimientos, cuando son lo contrario al rendimiento y a la productividad. Enamorarse es darse y darse por vencido. Ceder tu poder al otro, confiando en que no va a usarlo en tu contra. Y es en esa aparente debilidad donde reside la fortaleza que genera sentirse enamorado. En la creencia de que el objeto amado no te va a hacer daño, porque este es «la posesión perpetua del bien». Diorama, la sabia ausente en El Banquete o siete discursos sobre el Amor , pero presente, en tanto en cuanto son sus palabras las que salen por boca de Sócrates, considera además que el Eros, protagonista del debate que plantea Platón, no es un dios, sino «un genio intermediario entre lo mortal y lo inmortal», que traduce lo divino en humano y viceversa, a través del que hombres y dioses contactan y, por ende, que requiere de la fe para existir. Y la fe, según dice mi abuela, es un don. Si la tienes, no puedes obviarla. No debes.

Pero, como apunta Liz Strömquist en No siento nada, a día de hoy, se ha sustituido el creer por el saber. O peor aún, diría yo, por el creer que se sabe. Hoy conocemos cuántas y cuáles hormonas están implicadas en el proceso de enamoramiento, cómo se activan, qué producen, cuánto dura su efecto, por qué se desactivan… pero no hemos descifrado aún qué tendríamos que hacer para no sufrir las consecuencias de todo este baile químico. Y es que amar es un riesgo imprescindible, no una decisión que se toma o se deja. Porque el acto en sí, no va de mesura, de equilibrio o de calma. Tampoco de buenas o malas decisiones, que generan pérdidas o ganancias. Cuántas veces he tenido que escuchar de boca de alguna amiga, con todo su cariño, pero con toda su ignorancia; es que tú en el amor has elegido muy mal. No. Elijo lo que hago, elijo aquello con lo que me comprometo, elijo mis renuncias. No elijo amar. El amor ocurre. La única decisión humanamente posible es creer o no creer en él. Y, si damos por válida la teoría de mi abuela, y la fe realmente es un don, ya me dirás tú qué porcentaje de todo esto podemos dominar.

Vivir un amor que nada tenga que ver con lo conveniente; ese es el único privilegio que hemos tenido históricamente los plebeyos por encima de la monarquía. Hoy se lo hemos cedido, no solo a ella, también a un algoritmo que escoge a nuestras posibles personas afines por nosotros. ¡Y a esto tenemos la osadía de llamarle progreso! Judith Duportail, en “El algoritmo del amor. Un viaje a las entrañas de Tinder”, narra en primera persona cómo anhelo y frustración se relevan consecutivamente en un contexto de mercantilización emocional y relaciones efímeras. Somos parte de un experimento social al que hemos sido arrastrados, pero en el que, paradójicamente, nos sentimos más libres que nunca. Según Hans Rosling, autor de Factfulness, lo somos. Yo tengo mis dudas. Habitamos la era de la cientificación. Queremos saberlo todo, bien para evitarlo, bien para resolverlo. Y nos hiperestimulamos con estupefacientes de procedencia dudosa, luz estroboscópica agresiva con nuestra retina y música electrónica a decibelios por encima de lo soportable, pero queremos evitar la electricidad natural que genera una conexión amorosa, por miedo a sus consecuencias. Ja. Ja. Ja. Amar es lo contrario a la muerte y, a la vez, la total consciencia de ella; la única inimitable de las experiencias, ahora que tanto se lleva entre “emprendedores” esto de generarlas, vivirlas y venderlas. El amor no se vende y, si se compra, no es amor.

En la función de La voluntad de creer, de Pablo Messiez, un personaje trata de arengar la fe de sus familiares parafraseando a su antiguo profesor de filosofía: «Solamente ten relación con cosas que amas». Según describe el filósofo Byung-Chul Han, el amor es «una conclusión absoluta. Una declaración de amor es una promesa,[…]excelsa, que trasciende la mera adición.» A día de hoy, concluir no produce satisfacción. Se valora sumar, seguir buscando, continuar moviéndose. No comprometerse con lo absoluto. Estar disponible. Pero amar es el encuentro con un ser único, irremplazable y definitivo. El tiempo que dure, pero hasta entonces, único, irremplazable y definitivo. Vivimos embebidos por el FOMO (Fear of missing something). Lo importante es no envejecer (medicina estética, clonación, células madre…), no morirse, no perderse nada ni a nadie. Pero no necesariamente porque tú vida esté siendo maravillosa, sino para no renunciar a la posibilidad de tenerlo todo, aunque lo que te rodee sea una gran mierda. El que quiere tenerlo todo, todo se pierde.

Siento disentir con Paquito Guzmán, autor del tema musical que da título a este artículo, pero yo creo que el amor se rompe mucho más por falta de uso que por exceso. Como los parques infantiles, que ya no son de aquella grava que nos desgarraba la piel de las rodillas y nos enseñó enseguida el sabor de nuestra propia sangre, sino de una superficie amable, jugosa, que recoge nuestras caídas; así queremos amar ahora. Seguros, protegidos, almohadillados. Y tiene su sentido. Porque la experiencia y la ciencia nos han enseñado que los estafadores emocionales, los perversos narcisistas y los mentirosos profesionales campan a sus anchas. Y además todavía no hay una ley que los identifique, los pare y los condene. Pero, precisamente por eso, debemos ser los otros, los amables (amable es quien ama el bien), los que no se detengan. Y confiar. Según Kierkegaard, el que engaña, el que no ama, ya se ha estafado a sí mismo el bien supremo. Bastante tiene con lo suyo. Confiemos.

La cicuta apesta. Es un veneno habitual, común, simple. Una planta fétida cuyo sabor ya anuncia las consecuencias de su ingesta. Nada en ella predice algo bueno. Se esconde, se camufla, se adhiere cual garrapata a otras flores. De aspecto desapercibido para la mayoría de la población, ya que nada de llamativo tiene, es una de las ponzoñas más famosas por su papel en la muerte de Sócrates. Es silenciosa, pero porque escasas son las palabras que componen su repertorio. La adelfa, más completa (tóxicamente hablando, ya que cada milímetro de su cuerpo es amable y efectivo por igual), más bella y más letal, ofrece sin embargo sus virtudes sin vergüenza, sin pudor, anunciándose rotunda y frontal: Ámame, parece decir, yo te amo, ¿ves qué fácil? Dos estilos, un mismo final. Amar es veneno: Cicuta o adelfa. No hay remedio, terapia, o teoría que pueda combatirlo. Es amor, luego mata y muere. Si crees en él, afortunado eres. Yo te diría: Ríndete al misterio con el placer que da confiar en lo que los dioses han decidido por y para ti. Disfruta tu don, no te resistas, abre tus brazos, ofrece tu gorja y, agradecido por tu fe, goza y bebe.

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