Scroll is the new porn

27/09/2022

Cayetana Cabezas.

Cayetana Cabezas

Cayetana Cabezas

La intimidad ha pasado a ser nuestro mayor entretenimiento. Y la excitación que nos provoca la mirilla virtual que suponen las redes sociales tiene algo de pornográfico. Por lo caricaturesco, ya que uno solo enseña lo que quiere resaltar, pero también por la falta de erotismo. Ni temperatura, ni olor, ni sabor. Establecemos vínculos incompletos y comerciamos con ello. Con ellos. Esta capitalización de lo íntimo es el nuevo porno. Pero ya ni siquiera porque se busque sexo en internet, que también, sino porque el tiempo invertido en bucear en redes sociales y aplicaciones para ligar es ya mucho mayor que el que dedicamos a tener relaciones (sexuales o no) en vivo con parejas, amantes o amigos. Y esta falta de contacto está desollando la empatía, aniquilando la capacidad de escuchar, sentir e interpretar el pulso de un cuerpo real cuando lo tenemos delante.

El límite entre lo público y lo privado siempre ha sido territorio de tensiones. Una frontera delicada donde el pudor, la moralidad o el deber, batallan con la libertad de ser, de verdad, uno mismo. Ese lugar donde se encuentran lo que pienso, lo que siento y lo que quiero. Si además lo hago, ya no es que sea verdad, es que puede considerarse un milagro. Como la vida, la pareja o el encuentro sexual perfectos. Como la perfección en general.

Vivimos en la era del mostrar, del estar (en las redes, en la revista Emprendedores, en la lista Forbes) sin necesariamente ser. O peor aún, sin necesariamente saber quién soy. Erich Fromm en El arte de amar hace hincapié en que el amor, fundamentalmente, se trata de dar. Y eso, según el autor, requiere de generosidad y concentración para poder ver lo que el otro quiere recibir. Pero, a día de hoy, con una cámara y una pantalla al alcance de la mano veinticuatro siete, la generosidad se confunde con la necesidad de atención y la capacidad de concentración en el otro se reduce a segundos. Y uno cree que tiene éxito, amistad o amor en función de esa interacción virtual, que poco tiene que ver con la teoría de Fromm de dar(se) a quien uno quiere y mucho de vender(se) a quien uno puede. Los palmeros se compran. El amor, no. Aunque muchos sigan confundiendo lo primero con lo segundo.

El porno es y ha sido siempre, nos pese o no, referente y ejemplo para muchos adolescentes que quieren saber de qué va esto de ser adultos. Y, mayoritariamente, la industria propone que la idea de acto sexual perfecto es; bien aquel en el que el hombre dura las dos horas de la película sin desfallecer y la mujer emite gemidos a medio camino entre el dolor y no se sabe qué, mientras se le llenan los ojos de lágrimas y el recto de líquido seminal de un señor que pasaba por allí, bien aquel otro en el que él también dura las dos horas de la película sin desfallecer (sempiterno rol de empotrador incombustible), pero esta vez junto a sus diez colegotas poseídos por la maldición de Príapo, mientras ella recibe (porque ella siempre recibe) obediente el cocktail de vitaminas que terminará de “sedarla”. Recordemos que el vibrador nace como solución a la llamada “histeria femenina”; la mujer era masturbada por prescripción médica, fuese cual fuese la voluntad de la paciente, para calmarla. Las redes, como el porno, son un escape de la posible decepción del contacto real, una fantasía que confundimos con libertad, una anestesia que nos evade de la dedicación y el cuidado que implica conocer, descubrir y amar a otros. Amar de verdad a otros de verdad.

Señala Eva Illouz en El capital sexual en la Modernidad tardía que la libertad sexual nace como una nueva forma de conocimiento del yo, pero que, cuando se incorpora al campo económico, se capitaliza, convirtiéndose en un recurso distribuido de manera desigual. La palabra libre no tiene sexo. La libertad, me temo, todavía sí. Porque no es la misma para todos y, por ende, no todos pagamos el mismo precio por practicarla. Hemos comprado la idea de que la mujer libre es aquella que lo parece. Pero de parecerlo a padecerlo solo dista una letra. Porque, la que de verdad es libre, es inclasificable, incontrolable e ingobernable. Y por ello es tachada de inadaptada, puta, malcriada, fea y hasta insatisfecha.

“A esa lo que le hace falta es un buen polvo”, ¿verdad, José Carlos?

Que le vas a proporcionar tú, entiendo. O quizás alguno de tus amigos. Tal vez incluso varios de ellos, que parece ser la tónica que excita a una importante parte de la población masculina. Y sí, tal vez sea “un buen polvo” lo que “le hace falta a esa”. Ahora, no sé si contigo. Veamos, cuéntame, ¿qué propones? ¿Qué es para ti un buen polvo? Porque, si desconfío de quien afirma con rotundidad que fulana o mengano “folla bien”, me genera mucha curiosidad quien lo dice de sí mismo. ¿A qué te refieres? ¿Bien cómo? ¿Bien con quién, con todas? ¿Bien según qué parámetros? ¿Qué es eso de “follar bien” o de echar “un buen polvo”? Doy por hecho que, cuando propones esto, no estás hablando de reproducir lo que aprendiste viendo “Chupitos de semen” o “Putanieves y el príncipe”.

Entiendo que, cuando hablas de un buen polvo, te refieres a compartir un momento único con esa mujer, porque te parece distinta a todas aquellas con las que has estado. Que sería una experiencia nacida de escuchar lo que necesiten su cuerpo y el tuyo cuando estén juntos. De escucharos, de tocaros, de cotejar en vuestros ojos qué queréis y cómo probarlo. De descubrir, de pronto, que deseáis lo mismo y que, a la vez, es lo más sorprendente que habéis compartido con alguien. Una nueva intimidad. Una primera vez en la que, mágicamente, todos vuestros movimientos encajan, piden y demandan de una manera acompasada, respetuosa con vuestros límites, bella en el sentido más coreográfico y compositivo de término. Temperatura, luz, olor, todo funciona, todo suma, todo, sí. Todo era esto. Recuperar aquel deseo primero que, con el paso de los años, habías empezado a tratar como costumbre y a dar por hecho. Redescubrir las infinitas posibilidades que puede tener un encuentro íntimo; volver a los diecisiete, como cantaba Violeta Parra. Pero ahora, ya adultos, con toda la responsabilidad que implica conocer el valor del tiempo y de lo milagroso que es encontrarse. Y entonces, ahí sí tengo que darte la razón, José Carlos; a esa, probablemente, lo que le hace falta es un buen polvo. Como a ti, como a mí, como a todos.

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